El 17 de enero de 1942 nacía en Louisville, Kentucky, un niño que sin estar llamado a ser nadie en el mundo acabaría convirtiéndose en el símbolo que guiaría las creencias y transformaría las conciencias de miles de personas encorsetadas en la deleznable ancla ideológica de la sociedad americana de los sesenta. Cassius Clay, ahora Muhammad Ali: un niño al que le robaron su bicicleta.
70 años dando gracias a un ladrón de bicicletas
Louisville, 1954. La cadencia de pedaleo era  inconstante. Los dientes del plato enganchaban la cadena a tirones,  alumbrados por el gesto entrecortado de las piernas de un chaval de doce  años que aún no ha conseguido domar su bicicleta nueva. Sesenta dólares  había costado esa schwinn roja y blanca que trataba de dirigir rumbo al Columbia Auditorium, en el downtown  de Louisville. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

El amigo que le acompañaba en su búsqueda de las  palomitas y los helados que se repartían gratis en cada una de las  convenciones celebradas en el recinto se reía de su incómodo pedaleo.  Era octubre y el mal tiempo no ayudaba, pero como después aprendería, la  recompensa estaba ahí para ser reclamada por el que superara todos los  obstáculos que hubiera antes de ella.
  Las palomitas no merecerían la pena para el joven Cassius Clay. Al salir del auditorio su bicicleta nueva había desaparecido.  Pero si valdrían la pena para Muhammad Ali. En febrero del 67 se  encontraba en Houston, desfigurando literalmente el rostro de Ernie  Terrel durante quince asaltos después de que este se negara a llamarlo  por el nombre que había decidido adoptar tres años antes tras vencer a Sonny Liston  por segunda vez después de arrebatarle el título mundial contra  pronóstico, apenas a ochenta días de rechazar oficialmente su llamada al  ejército americano. El Tío Sam lo retaba, y a Muhammad le costaría más  de tres años vencerle.
  Consternado por el robo de su bicicleta, el pequeño Cassius acudió  reteniendo las lágrimas hasta los bajos del recinto donde sabía que el  policía Joe Martin regentaba un gimnasio de boxeo. Al cruzar la puerta  metálica el chico notó al instante la diferencia de temperatura entre  aquella obscura sala y el exterior. Paralizándole y sesgando de pronto  cualquier conexión con lo inmediatamente antes vivido.  El ruido le  resultaba familiar, similar al que producía la cadena de su antigua y  maltrecha bicicleta, aquella que había relegado para auparse a su  extraviada schwinn.
  Las cuerdas de las combas golpeaban el suelo de aquel gimnasio marcando  un compás que regiría cada una de las mañanas que le quedaban por  vivir. Pero había más. Atónito, observaba como varios hombres aporreaban  las peras colgadas transformándolas en estelas que dibujaban un  semicírculo que no se correspondía con la velocidad a la que eran  golpeadas, mientras que otros embestían con sus puños los enormes sacos,  deformándolos, y obligando a retroceder a las personas que los  sujetaban. Aquella visión le produjo una mezcla de terror y atracción  que solo desapareció cuando su mirada se cruzó con la silueta del  policía.
Clay respondió con la primera muestra de la arrogancia que después dibujaría su símbolo. “¡No, pero pelearé de todos modos!”
  Difuminando el lloriqueo por medio de una actitud iracunda, el pequeño  reclamó al policía que encontrara al ladrón para poder darle una paliza.  “¿Acaso sabes pelear?” le preguntó Martin esbozando media sonrisa con  el interés propio de un adulto que intenta abrirse paso en el carácter  de un niño enrabietado. Echándose hacia atrás como si la pregunta  hubiera sido un jab, Clay respondió con la primera muestra de la arrogancia que después dibujaría su símbolo. “¡No, pero pelearé de todos modos!”.
  Sobre sus pies de bailarín y su pico de oro Muhammad Ali conseguiría convertirse en el boxeador más conocido de todos los tiempos  y quebrar la vara de medir en la que se había basado buena parte de la  segregación de la sociedad americana. Influenciable y convincente al  mismo tiempo.
 Obstinado y comprometido. Su legado transgredió el ring  azotando con fuerza la moral de la época tanto desde la controversia  como desde la más dolorosa sinceridad, al igual que lo hicieran las dos  derechas que mandaron a la lona a George Foreman para volver a  conquistar el título de los pesados y edificar su catarsis.
  Su última gran aparición pública fue el pasado 15 de octubre. The Greatest acudía a Philadelphia para tocar guantes por última vez con el mayor de sus oponentes, Joe Frazier, aquella némesis sobre la que se construyen los grandes héroes. 
Como si fuera una broma del destino, el mal de Parkinson  ha mellado su cuerpo hasta difuminar sus ágiles gestos y secar el  torrente de palabras que había regado su icono, devolviendo a él parte  de esa torpeza del niño que aún no sabe manejar su bici nueva. Con la  ayuda de su esposa Ali realizaba el último esfuerzo que le iba a exigir  el rudo boxeo de Smokin´ Joe. Un aplauso.
  “Con la marcha de Frazier el mundo pierde a un gran campeón y a una  extraordinaria persona”. Sus palabras desterraban las dudas acerca de  cualquier pervivencia de rencor entre las dos leyendas, y demostraban  que la enfermedad y el paso de estos setenta años han conseguido frenar  la enardecida personalidad de Ali, hasta pulirla para pasar de ser un  símbolo a algo mucho más importante: Un ejemplo.

Foto del final: Getty Images
 
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