El Abierto de Australia somete a los tenistas a condiciones extremas durante el día (35 grados) y a una marea negra de insectos durante la noche.
“Si me preguntan por el horario, prefiero jugar durante el día,  definitivamente”, comenta Rafael Nadal Parera haciendo un guiño a la  organización del Abierto de Australia, un torneo con dos caras bien  opuestas. Puede parecer una preferencia técnica. 
 
 
Con el calor y el sol,  su bola pica más alta, dibujando un liftado que dobla muñecas  inadvertidas. Aunque su criterio también esconde una misterio por fin  desvelado. Un miedo generalizado. La noche de Melbourne Park es un  hervidero de insectos tan grandes como puños. No se sabe si son  libélulas o cigarras. Solo se aprecia una nube negra que revolotea ante  la atenta mirada de los tenistas. 
Uno de ellos es Juan Carlos Ferrero,  que observa incómodo la llegada de la plaga mientras compite a brazo  partido antes de caer (4-6, 6-7(3), 6-2, 7-6(3) y 6-2) frente al serbio  Viktor Troicki en la lejana pista 18, una de las secundarias de este  primer Grand Slam del año. Tan oscura y desamparada que contrasta con el  futurismo de la Rod Laver Arena, un torrente de luz e imaginación.
  “Es muy diferente”, comenta Novak Djokovic nada más saldar con triunfo  su debut (6-2, 6-0 y 6-0) ante el italiano Paolo Lorenzi; “la pista  durante el día coge mucha temperatura y las bolas botan más. Es un  cambio muy drástico”, continúa. También coincide en lo mismo Andy  Murray, que sufrió (4-6, 6-3, 6-4 y 6-2) ante el jovencísimo Ryan  Harrison. “Hay diferencias notables si juegas en una pista u otra. Las  condiciones cambian cuando entrenas en las pistas exteriores a cuando  juegas en alguna de las principales” asegura el escocés. Al fuerte calor  se suma el viento racheado procedente del río Yarra, tan zigzagueante  que altera las direcciones de la pelota sin invitación previa.
  Pero todo cambia con la llegada de la luna. Aquí el viento no  serpentea, impulsa. Lo hace tímidamente en la central, pertrechada en  sus cuatro ángulos, la misma que protegió al ídolo local Lleyton Hewitt  bajo el en su duelo ante el alemán Cedrik-Marcel Stebe (7-5, 6-4, 3-6 y  7-5 para el australiano). Pero en forma de remolinos cuando Ferrero, de  31 años, trata de sobrevivir en el destierro de la citada pista 18. 
Aquí  combate contra Eolo, contra los ferrocarriles que recorren una vieja  vía que dista a escasos diez metros a su espalda, deslumbrando y  traqueteando mientras sirve para cerrar el partido en el cuarto set  (disfrutó de dos bolas de partido), y contra los millares de insectos  que avanzan curiosos hacia el olor de la sangre. Al final cae tras casi  cuatro horas de esfuerzos en unas condiciones lamentables. Y con decenas  de picaduras por el cuerpo. 
La marca de la noche australiana.

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