Primer asalto. Un ratero, dos escuelas.
Años veinte. Nueva York es un gigantesco jardín de piedra, un reguero de calles inhóspitas cuyo centro neurálgico de violencia es un barrio que fusiona la cultura del miedo y la del esfuerzo: El Bronx. Jake, hijo de una familia siciliana cuya familia se acababa de mudar desde Filadelfia se inscribió en la escuela de la calle y se matriculó como ladrón de poca monta.
‘Tenía 16 años y no sabía nada de la vida. Si un policía me hubiera disparado mientras robaba tuberías de plomo, no habría pasado nada’. Sobrevivir en mitad de la Gran Depresión no era tarea fácil para un chico que soñaba con jugar en las Grandes Ligas de baseball y que no tuvo infancia más allá de las peleas callejeras. ‘En la escuela se juntaban varios niños y me pegaban para robarme el sandwich.
Un día mi padre me dio un picahielos y me dijo ‘vamos, chico, aprende a usarlo para defenderte. Y aprendí, claro’. El pequeño de los LaMotta vivía como un vagabundo. No había un mañana. No existía un futuro. ‘Si hubiera muerto cuando era un ratero, me habrían hecho un funeral de veinte minutos’. Nadie le disparó pero, como Rocky Graziano, otra leyenda de los pesos medios —Marcado por el odio, con Paul Newman—, acabó en el reformatorio. Había empujado al librero Harry Gordon a un callejón oscuro y siniestro en mitad de la noche.
Le golpeó con una barra de hierro en la cabeza y le robó la cartera para después darse a la fuga en una carrera desesperada por los infectos callejones del barrio. Al llegar a casa se topó con dos malas noticias: la primera, que la cartera estaba vacía; la segunda, que el periódico se hacía eco de la muerte de Gordon, al que habían encontrado tirado y sangrando víctima de un atraco brutal; el ladrón se había dejado casi dos mil dólares en el bolsillo delantero de la camisa del librero. ‘Nunca fui a la Iglesia y los curas no pudieron meterme en la cabeza aquel rollo de ir al infierno pero sabía que, más tarde o más temprano, pagaría por aquello que había hecho’.
Se equivocó. Nunca pagó por aquello, pero la muerte de Gordon le atormentó durante buena parte de su vida. LaMotta, forjado a base de puñetazos y violencia, fue un alumno aventajado en asuntos de supervivencia. Nunca pudo elegir otra cosa. ‘Sólo tuve dos escuelas: el reformatorio y el ring’.
Segundo asalto. Un tipo duro que quería morir.
‘Un día me pregunté para qué demonios quería usar el picahielos para defenderme, si tenía mis puños’. LaMotta se apuntó al gimnasio y debutó como profesional antes de cumplir los veinte. Su hermano estaba entusiasmado con la idea: ‘Es un milagro que aún no te hayan matado ni metido en la cárcel, así que descarga tu rabia en el ring’. Entusiasta del olor a linimento, del contacto de la sangre en sus guantes, adicto a contemplar el miedo reflejado en la cara de su enemigo y escuchar el crujir de huesos después del impacto de sus pequeñas manos, Lamotta se empeñaba en liberar su alma en el ring, cada noche, como si el mundo se fuera a acabar en cada combate.
Antes de cada pelea, en el vestuario, se desfogaba una y otra vez golpeando, arriba y abajo, de manera figurada, mientras repetía en voz alta una frase de manera enfermiza para autoafirmarse. ‘Soy el mejor, soy el mejor, soy el mejor’. En su primer año disputó 22 combates en Nueva York, Cleveland y Chicago ante Charles Mackley, Jimmy Reaves o Nate Bolden. No era técnico, no tenía demasiada pegada y no tenía los fundamentos necesarios para esquivar los golpes de sus rivales.
Pero LaMotta se transformaba en una auténtica bestia cuando subía al ring. Torturado por la muerte del librero Harry Gordon, Jake mantenía una actitud que llamaba la atención de su esquina y, sobre todo, del público. Quería que le castigaran, que le hicieran daño, que le rompieran todos los huesos. Se exponía, entraba en el cuerpo a cuerpo y no conocía el miedo. ‘Luchaba como si no me importara vivir. De hecho, no sé si entonces me importaba vivir. Quería morir’’.
Tercer asalto. Sobredosis de azúcar.
‘El dolor no significaba nada para mí. Iba al dentista sin anestesia. Me sentaba allí y me decía a mí mismo ‘no hay dolor, no hay dolor’. Y no lo sentía’. LaMotta no conocía el dolor, pero no conseguía entrar en el ‘top’ de los mejores boxeadores del país. Necesitaba un plus. Entonces se cruzó en su camino Ray ‘Sugar’ Robinson, el mejor boxeador de la historia, libra por libra.
El 2 de octubre de 1942, en el Madison Square Garden, ‘Sugar’ le derrotó por puntos, pero LaMotta acabó de pie. Cuando el combate finalizó, lanzó su reto. ‘La próxima vez seré yo quien pueda reírme en la cara de Robinson’. Sólo cinco meses después, el 5 de febrero de 1943, en Detroit, LaMotta cumplía su promesa. Intimidó a Robinson desde el primer tañido de la campana y le persiguió como una fiera por todo el ring. Ray, trabado, incapaz de imponer su velocidad, apenas podía contener a una furia con genes sicilianos que le empujaba a las cuerdas, con unas acometidas suicidas.
En el octavo asalto, Ray ‘Sugar’ Robinson caía, a plomo, por primera vez en su carrera. Robinson se levantó después de escuchar una cuenta de protección que se detuvo en el nueve, pero acabó perdiendo su condición de invicto. La rivalidad entre LaMotta —raza blanca, fajador— y Robinson —raza negra, fino estilista— había alcanzado su punto más álgido. Después de dos batallas tremendas en Nueva York y Detroit, lejos de evitarse, ambos querían volver a medir fuerzas.
El 23 de febrero de 1945, en el Madison, en casa de LaMotta, ‘Sugar’ volvía a imponerse a los puntos tres diez asaltos; en Comiskey Park, Chicago, en septiembre de 1945, Robinson confirmaba que seguía siendo el mejor peso de la categoría al volver a imponerse a LaMotta, que había noqueado a George Kochan sólo siete días antes. Robinson sabía que era mejor boxeador que LaMotta, dominaba los combates y sabía imponer su estilo de boxeo. Pero en todos y cada uno de sus enfrentamientos ante ‘El Toro del Bronx’ se había impuesto a los puntos sin ser capaz de noquear a un hombre que, cuanto más castigo recibía, más se crecía.
Robinson asumía la fortaleza sobrenatural de su rival y después de su cuarto combate lo hacía público ante la prensa con cierta resignación cristiana: ‘¿Qué puedo decir de él? Le pego con todo y se queda ahí, tan pancho. Menudo tío’. LaMotta, que peleó hasta seis veces con ‘Sugar’, definió con precisión sus enfrentamientos: ‘Él era el mejor púgil de todos los tiempos. He peleado tantas veces contra Ray ‘Sugar’ que no sé cómo no tengo diabetes’.
Cuarto asalto. Un campeón sin corona.
A pesar de sus heroicas peleas ante Robinson y de sus victorias a la tremenda ante Bell, Lester, Yarosz o Janiro —la segunda esposa de LaMotta dijo que era un tipo agraciado y su marido le premió con una paliza que le desfiguró la cara—, Jake LaMotta vivía un infierno. Se dejaba la piel en cada combate, era el favorito del público y mostraba una actitud propia de un kamikaze en el ring, pero no se le presentaba la oportunidad de poder pelear por el título.
El periodismo neoyorkino le apodó ‘el campeón sin corona’ y sólo Robinson había demostrado poder hacerle frente con éxito. Angelo Dundee, en su día entrenador de Muhammad Ali, decía que LaMotta era ‘un guerrero, alguien con una determinación terrorífica. Sabía cómo triunfar y se metía al público en el bolsillo. Era un peligro público’. Y nadie quería ir a un peligro público como campeón del mundo. LaMotta era uno de los pocos boxeadores del circuito que no tenía manager (‘no me fio de nadie’), y aunque escuchaba los consejos de su hermano y del promotor Al Silvani, siempre se resistía a acudir a los que sí podían darle la oportunidad de convertirse en campeón. La Mafia.
Quinto asalto. En manos de La Mafia.
En los años cuarenta la alargada sombra de la ‘cosa nostra’ era omnipotente, para desesperación de la Comisión Nacional de Boxeo. Rocky Graziano, que como LaMotta había forjado su leyenda en el reformatorio, había sido suspendido por tongo. Y Ray ‘Sugar’ Robinson se había negado a delatar a varios hampones que habían querido comprar una de sus peleas por miedo a ser asesinado. En vísperas de un combate ante Billy Fox, un paquete al que LaMotta habría destrozado en condiciones normales, La Mafia llamó a la puerta de ‘El Toro del Bronx’. Las instrucciones fueron muy claras. ‘Pierde hoy y serás campeón mañana’.
LaMotta, desconocido y desmotivado, perdió aquella noche. Investigado por la Comisión de Boxeo y acosado por la prensa negó cualquier arreglo sucio con Frankie Carbo, un conocido mafioso del que se decía que se había embolsado 30.000 dólares de la época apostando por la derrota de LaMotta ante Fox. A Jake le cayeron mil dólares de multa y una suspensión de siete meses. ‘No sé nada de mafiosos, aunque a algunos les conozco sólo de saludarlos’. Años más tarde, cuando ya había logrado el cinturón de campeón del mundo, LaMotta confesó todo al escritor Peter Heller.
‘Perdí ante Foz porque me prometieron que tendría una oportunidad de pelear por el título. Me dijeron que era la única manera de ser campeón. Después de mi suspensión aún tuve que pagarles 20.000 dólares para que me consiguieran una combate por el título’. La Mafia cumpliría su palabra el 16 de junio de 1949 en Detroit, Michigan. Jake LaMotta se enfrentaba a Marcel Cerdan por el título mundial de los medios.
Sexto asalto. El título ante Cerdan.
La Mafia había hecho sus deberes a conciencia, con un trabajo fino. Había conseguido que un púgil europeo cruzara el charco y accediera, contra todo pronóstico, a enfrentarse a LaMotta en suelo norteamericano.
Francés de origen argelino, Marcel Cerdan había conquistado el cinturón en un combate terrorífico ante el ya veterano púgil Tony Zale, el gran rival de Rocky Graziano, y era un boxeador más que notable, un rival de cuidado. Algo que hubiera inquietado a cualquier púgil, pero no a Jake LaMotta, que llevaba esperando ese combate toda una vida y que estaba ansioso por subir al ring y destrozar al único hombre sobre la tierra que le podía privar de consumar el gran sueño de su vida, ser el campeón. Cerdan mantuvo el tipo hasta el octavo asalto, donde se resintió en un hombro.
A partir de ahí, LaMotta atacó sin tregua al francés, le llevó a las cuerdas y descargó una serie de rabiosos ganchos de izquierda que minaron a Cerdan. El púgil de origen argelino se rindió a finales del noveno asalto. Cuando el árbitro de la contienda dio comienzo al décimo asalto, el galo dio una orden tajante a su esquina: ‘No más, por favor, no más’. Jake LaMotta, exultante, había hecho realidad su sueño. Era el nuevo campeón. Su segunda esposa, Vicky, fue testigo de excepción de aquellos días. ‘Le gusta tanto el cinturón de campeón del mundo que incluso se lo pone para dormir’.
Séptimo asalto. El fantasma de Harry Gordon.
En su vestuario, mientras él respondía a las preguntas de la prensa mientras se anudaba su bata fetiche de piel de leopardo se agolpaban mafiosos, políticos y gente del mundo del espectáculo. Todos querían compartir la noche de gloria del campeón. Fue allí, en ese mismo instante, cuando LaMotta se quedó paralizado y su rostro palideció al ver a Harry Gordon, aquel librero al que, presuntamente, había asesinado de un golpe en la cabeza para quitarle la cartera cuando deambulaba de reformatorio en reformatorio. No, no se trataba de un fantasma salido del ultratumba para hacerle pagar el día que LaMotta menos esperaba.
Aquel anciano con la cabeza llena de cicatrices era Harry Gordon en persona. Al parecer, la prensa se había precipitado al anunciar su muerte y el viejo había sobrevivido a la paliza en aquel callejón oscuro, y ahora estaba en el vestuario de LaMotta para estrechar la mano del nuevo campeón. Con Harry vivo y coleando, Jake se había liberado de aquella bestia que, atormentada por la culpa, se había convertido en una máquina insensible programada para destrozar a todo bicho viviente en el ring. Una vez que comprobó que Gordon no era una pesadilla y que estaba bien de salud, ‘El Toro del Bronx’ respiró aliviado y disfrutó de aquello que más anhelaba, el cinturón de campeón.
Octavo asalto. ‘La masacre de San Valentín’.
Marcel Cerdan falleció en un accidente de avión cuando regresaba a Estados Unidos para la revancha con Jake LaMotta. Ese giro inesperado del destino provocó otro combate ante su gran enemigo, Ray ‘Sugar’ Robinson. Fue el 14 de febrero de 1951, el día de San Valentín. LaMotta había perdido en cuatro de sus cinco anteriores peleas, pero siempre se había mantenido en pie, una barrera psicológica para ‘Sugar’, incapaz de enviarle a la habitación del sueño. La pelea era un ajuste de cuentas. El definitivo.
En el pesaje previo, Robinson quiso amedrentar a su rival bebiéndose un vaso de sangre de toro. Era una provocación en toda regla. Con el coraje de siempre, ‘El Toro del Bronx’ se abalanzó sobre Robinson en el décimo asalto. Con ganchos cortos, buscó el KO. No dio resultado. ‘Sugar’ alcanzaba el undécimo asalto y pasaba a dominar la situación. En el siguiente round, LaMotta, desfondado y destrozado por los golpes de Robinson, está a merced de su rival. Recibe un uno-dos que casi le arranca la cabeza de cuajo y se agarra a las cuerdas.
Cuando el público vislumbra la inminente caída de LaMotta, éste desafía a Robinson. ‘Vamos Ray, ven aquí, veamos si eres capaz de noquearme, vamos’. El aspirante, más potente y entero, se ceba con LaMotta. Golpea en serie, arriba y abajo, convirtiendo la cara de su contrincante en una masa tumefacta de carne que no para de manar sangre por la boca y los ojos. Ray es pura electricidad y Jake soporta un huracán de manos. ‘El Toro’ se tambalea, pero no cae al suelo. Algo, nadie sabe qué, le mantiene el pie. ‘¿De qué está hecho este tío?’. El árbitro, asustado por la cantidad de sangre que tiñe el rostro de LaMotta decide parar el combate.
El asalto es una completa carnicería y los periodistas titulan al día siguiente que la pelea había sido ‘La masacre del día de San Valentín’. Robinson, el nuevo campeón, se marcha hasta su esquina mientras Jake permanece en pie sabiendo que ha perdido la corona. Mientras ‘Sugar’ levanta los brazos y se lleva los flashes de los fotógrafos, LaMotta avanza, desmadejado y roto, hasta la posición de Ray. Le toca en el hombro y cuando el nuevo campeón se gira para mirarle a los ojos, le susurra: ‘You never got me down, Ray… You never got me down, Ray’’. [‘Oye, Ray, no me has derribado..Jamás me vas a derribar’].
Después del combate, Robinson atiende a la prensa y no encuentra palabras para describir la actitud suicida de LaMotta. ‘No ha perdido Jake. Este hombre es un gladiador. Yo he ganado, pero él no ha perdido’. Sin título, con la cara destrozada y después de que le aplicasen oxígeno durante media hora, LaMotta ofrece su versión embutido en su bata de piel de leopardo. ‘Tuve varios pensamientos para ese hijo de puta. Le dije ‘no vas a derribarme. Nadie ha derribado a Jake LaMotta y tu no vas a ser el primero’.
Noveno asalto. De Vicky, una Barbie de impresión.
Cuando se subía al ring, LaMotta desnudaba su cruel naturaleza. No conocía el miedo. No temía al castigo. Él lo infligía. Pero cuando estaba lejos de las doce cuerdas, se enfrentaba a una realidad dramática: como tantas estrellas y leyendas, se hacía vulgar al bajarse de cada escenario.
Autodestructivo, visceral y neurótico obsesionado por las presuntas infidelidades de sus compañeras, LaMotta se comportaba como un machista recalcitrante víctima de sus irrefrenables arrebatos motivados por sus celos. Tras una relación imposible con su primera mujer a la que obsequió con varias palizas, conoció a través de su hermano a Vicky, una rubia platino del barrio con algunos conocidos entre La Mafi con la que creyó haber encontrado a la persona capaz de hacerle disfrutar de su paz interior. Fue todo lo contrario. Atormentado por su falta de infancia y por su ausencia de modales, Lamotta combatía sus propias inseguridades a puñetazos.
Vicky sufrió, en sus carnes, los malos tratos de un marido obsesionado por sus permanentes ataques de cuernos y por su falta de confianza en los demás. Junto a aquella Barbie del East End LaMotta engendró hijos y multiplicó su violencia hasta puntos insospechados. Cuando se estrenó la película sobre LaMotta, encarnado por Robert De Niro, el boxeador concedió una entrevista junto a la piscina de su casa acompañado por Vicky. Él preguntó: ‘¿De verdad que yo era así, cariño?’ Ella respondió con sinceridad: ‘Qué va, tú eras mucho peor de lo que aparece en esa película’.
Décimo asalto. Una mujer de catorce años.
Ahogado por el alcohol y consumido por la mala vida LaMotta jugó a ser empresario y se mudó a Miami, donde Vicky no tardó en abandonarle cuando se hartó de aparecer, cada fin de semana, con un ojo a la funerala. Pero de Vicky, aquella Barbie de infarto, pasó a una mujer de catorce años. Una prostituta menor de edad que había frecuentado su local nocturno en Miami, y que había ‘cantado La Traviata’ en comisaría, inculpando a LaMotta.
‘Dios mío, no sabía que hubiera en este mundo mujeres de catorce años y que, además, vistieran así’. El jurado no tuvo compasión con él y le acusó de ‘mantener abierto un local donde se llevan a cabo actos lascivos y se induce a la prostitución’. Pasó seis meses en prisión y tuvo que pagar una fuerte multa. Aquel episodio destrozó su reputación y cuando tuvo que confesar que había amañado combates para La Mafia ante la Comisión Kefauver, se convirtió en un proscrito en el mundo del boxeo.
Nunca había sido un boxeador precisamente popular. Los puristas le despreciaban por su tongo ante Fox y publicaciones tan prestigiosas como Newsweek le habían descrito como ‘El campeón más odiado que cualquier otro campeón’, mientras que otros medios habían ido mucho más allá. ‘LaMotta es el hombre más odiado de la historia del deporte, amigos, esa es la realidad’. Jake siempre se había mantenido fuerte ante el peso de la críticas, pero algo se pudrió en su interior cuando, en el homenaje a Ray ‘Sugar’ Robinson, la Comisión de Boxeo invitó al Madison Square Garden a todos los púgiles que habían peleado con ‘Sugar’…menos a él. Aquella humillación pública fue su peor recuerdo del boxeo. ‘Me pegaron muchos tipos en mi vida, pero aquel golpe sí me dañó’.
Undécimo asalto. ‘El Toro Salvaje’ de Scorsese.
‘Al evocar mis recuerdos tengo la impresión de estar viendo una vieja película en blanco y negro’. Esa fue la sensación de Jake LaMotta cuando se puso a leer sus memorias, Raging Bull: my story, escritas por Peter Savage y Joseph Carter. Aquella película en blanco y negro ya estaba en la cabeza del director Martin Scorsese, que devoraba la autobiografía de ‘El Toro del Bronx’ mientras remataba su film Alicia ya no está aquí. Scorsese, entonces en plena crisis existencial como director, había encontrado una mina de oro con el personaje de LaMotta. Se trataba de una bestia salvaje, furiosa y autodestructiva. Pura genética de la apología de la violencia, verbal y física.
Angustiado por el extenuante rodaje de New york, New York y destrozado por el divorcio de su segunda esposa, Scorsese se refugió en la cocaína como válvula de escape. Cuando abusó de la vida y tuvo que ser hospitalizado de urgencia entró en acción Robert De Niro, el actor fetiche de Martin. Tras una fuga improvisada a una isla caribeña el actor le planteó un ultimátum: el guión era una bicoca, la historia era un diamante en bruto y Scorsese era el director ideal para captar la leyenda de LaMotta en toda su extensión. La cinta fue un completo éxito. Recibió ocho nominaciones a los Oscars y logró dos estatuillas: Mejor Montaje y Mejor Actor.
De Niro, que ganaba su segundo Oscar tras El Padrino, se empleó a fondo para dar vida a LaMotta como asesino en serie del ring —simuló cientos de combates y perfeccionó sus movimientos ensayando con el propio ‘Toro del Bronx’— y también para interpretar, de manera convincente, al LaMotta fofo, borracho y zafio que fracasó como empresario, iniciando su descenso a los infiernos —tuvo que engordar 30 kilos en un par de meses—. ‘Toro Salvaje’, película de culto del cine norteamericano, revolucionó las salas de medio mundo por sus impresionantes escenas de los combates primero y por su narración desgarradora del drama de un tipo despreciable, temerario, apóstol del único lenguaje que entendía y hacía entender: la violencia. Tras ver la película, Jake LaMotta fue explícito: ‘Fui conocido como un gran boxeador, pero esa película me convirtió en una leyenda’
Duodécimo asalto. Reír y llorar.
Le gusta almorzar en el barrio este de Manhattan, en un local propiedad de Frank Sinatra, el PJ Clark, donde conoció a Denise Baker, madre divorciada con dos hijos; la última conquista de un verso libre cuya reputación con las mujeres le ha dejado seis cicatrices en forma de seis matrimonios diferentes. ‘Miren a mi mujer, tiene un cuerpazo. Todavía me emociona cuando se desnuda’. Herido por la vida, LaMotta siempre tuvo la capacidad de levantarse.
Perdió dos hijos, uno por culpa del cáncer y el otro en un accidente de avión, pero supo seguir avanzando mientras recibía un duro castigo. Suele comer en un pequeño restaurante del East Side, en Raffaele, donde le guisan comida casera siciliana mientras presume de hacer más de 20 flexiones diarias y no para de mirarse las manos, reflexionando en voz alta. ‘Me rompí estas manos seis veces en mis combates, pero los huesos se curan. Mis manos siempre fueron demasiado pequeñas para ser campeón de los pesados. Eran armas cortas, pero pura dinamita’.
Reclamo de diferentes asociaciones benéficas —‘yo hago obras de caridad, siempre y cuando me paguen por asistir’— y máquina de fabricar dólares gracias a su página web —donde sus fans pueden comprar su bata de leopardo por 350 dólares o una réplica de los guantes que usó para pelear ante Ray ‘Sugar’ Robinson, por 200 pavos—, el neoyorkino más duro del Lower East Side no ha perdido su capacidad para contar chistes malos y recordar, secuencia a secuencia, los pasajes de su azarosa vida. Entendió la vida a golpes y aprendió a base de recibirlos, por eso se le encienden los recuerdos como si fueran chispazos.
Boxeador mítico, hombre imposible, marido censurable, padre despistado y leyenda del Bronx apura la recta final de su vida. ‘Retroceder nunca, rendirse, jamás’. Enterró su corazón en el ring pero ignora a su reloj biológico tras ingresar en el club de los octogenarios. Mata las horas en la barra del Fifeto Squeri’s, en la calle 50, fuma un par de pitillos al día y hace las delicias del personal cuando cuenta, con profusión, sus combates.
Sus ojos brillan cuando recuerda sus homéricas peleas ante Sugar Ray Robinson —‘eso fue lo más valiente que hice en un ring’— y se vacían de fulgor cuando habla de su vida privada —‘eso fue mucho más valiente que subirse al ring, porque me casé seis veces’—. No se arrepiente de nada. Está orgulloso de ser quien es. ‘De vez en cuando lloro sin ningún motivo, sólo recordando cómo ha sido mi vida. Mucha gente no lo entenderá y otros se alegrarán. Yo les digo: quién pudiera reír como llora Jake LaMotta’.