Se daba por aceptado y sabido, casi ocho años después del fallecimiento de Jesús Gil y de que uno de sus hijos se quedara el Atlético de Madrid como herencia, que el problema de esa casa era y es de gestión. Pero quizás convenga revisar el dictamen.
El problema es más bien de afición. De una hinchada que mayoritariamente consiente y calla, que sólo protesta cuando la pelota no entra. Que es al fuego de los malos resultados cuando se acuerda del dueño de las acciones y de quien pone la cara por él, de la coreada bicefalia, de los fichajes que vienen y van.
Unos seguidores que se dejan llevar si los indeseables del Frente elevan la voz contra el palco, pero que se someten igualmente si al día siguiente alguien modifica el sonido de esa grada ultra. Lo mismo les da un ‘uruguayo, uruguayo’ que un ‘hasta los huevos de la familia Gil’, un ‘Reyes quédate’ que un ‘Reyes muérete’. El caso es cantar.
A 300 kilómetros del Calderón, una parroquia menor en número y en historia, la del Zaragoza, sonó mucho más ruidosa y responsable el sábado al mostrar rechazo a su actual gestor. Mucho más numerosa y unida, sonoramente reforzada por ex jugadores y aficionados de cierto prestigio o popularidad. Agapito no supera los tres años en el club maño, pero ya tiene los días contados. No son las acciones las que legitiman su cargo, aunque lo parezca; es la voz de los aficionados la que conserva la autoridad. Ya le pasó a Soler en Valencia o a Lopera en el Betis. Tuvieron que irse o cambiar.
Gil Marín, cuya familia lleva ya casi 20 años con la propiedad del Atlético en el bolsillo, conoce, en cambio, que tiene cuerda para rato. Que no necesita moverse ni un centímetro. Cuando el equipo vuelva a perder dos o tres partidos consecutivos le silbarán un poco los oídos, pero sabe que será un murmullo cargado de provisionalidad. Algunos ilusos lo llamarán revolución, pero no pasará de rabieta. Los ex jugadores seguirán mudos o de su parte, algunos a sueldo (nunca hay un cromo de viejas glorias que poner junto a los enfadados).
Los famosos estarán también callados o de parte de los que mandan, algunos con asiento de lujo en el palco VIP, con entrada garantizada para la final de Hamburgo, la que se les negó a unos cuantos miles de hinchas de toda la vida (nunca hay una foto con tirón que rescatar de las manifestaciones). Los indignados seguirán siendo pocos, 500 según la versión oficial. El resto de atléticos no corearán a Gil, pero tampoco verán su marcha como una prioridad.
Les valdrá con la bufanda, la bolsa de pipas y el balón. Si la pelota da en el poste, igual protestarán. Pero se conformarán con que al menos una vez al mes el balón acabe en el fondo de la red. No les afectará que la prensa mantenga puesta la mirada, para la crítica y para el elogio, en el Real Madrid. Con que los medios digan de vez en cuando que la rojiblanca es la mejor de las aficiones ya les valdrá.
Como club de fútbol o como agencia de futbolistas, Gil Marín tiene asegurados el negocio y la clientela. No es el registro de la propiedad lo que legitima su continuidad. Pese al empeño inagotable de unos pocos, es la complicidad silenciosa de la mayoría de los atléticos la que le concede el asiento vitalicio.
Es la poca seriedad del Calderón, su acústica tan veleta e informal, la que quita valor a sus propias reivindicaciones y consolida a los que gobiernan. No hay duda, los atléticos tienen lo que quieren.
Hace sólo un rato, por aire, tierra o twitter, apuntaban hacia arriba y gritaban que estaban hartos de estar hartos. Pero al compás de un “ole, ole, ole, Cholo Simeone” ya se declaran otra vez curados. Y muy felices.
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