Había tenido muchos trabajos en su vida: cartero, camarero, fotógrafo, herrero. Con treinta y cinco años, Feldmayer se presentó a una plaza de vigilante en el Museo de Arte Antiguo de la ciudad y, para su sorpresa, lo contrataron. La señora Truckau, una de las empleadas del departamento de personal, se dispuso a ordenar los papeles del recién incorporado. Estaba muy enamorada de su novio, que ese día le había pedido que se casara con él.
A la hora del almuerzo, abandonó velozmente su mesa de trabajo con la ficha del nuevo contratado a medio rellenar y la ventana abierta. El nombre de Feldmayer no fue incluido en el fichero de rotaciones. Una ráfaga de aire alcanzó el documento, que fue a dar en el suelo, y posteriormente barrido.
La sala que Feldmayer debía custodiar tenía ciento cincuenta metros cuadrados y estaba casi vacía. El vigilante más cercano se hallaba cuatro salas más allá. Feldmayer pasaba las horas muertas, ansioso.
Debía buscarse una ocupación- ¿Por qué no medir aquel espacio? Con la sola ayuda de una regla de madera que se había traído de casa, el vigilante anotaba en un cuadernillo todos los cálculos, de las paredes, del techo; medía los huecos de los pestillos, los tiradores de los ventanales...
Sabía cuántos metros cúbicos de aire había en la estancia; contaba los visitantes, cómo iban vestidos, cuánto tiempo permanecían en la sala y desde qué ángulo observaban la única pieza en exhibición: una estilización romana en mármol del original griego El Spinario, que representa a un muchacho desnudo, sentado sobre una roca, que intenta sacarse una espina de la planta del pie. La obra no era especialmente valiosa, existían numerosas copias.
Tiró todos sus muebles, incluido el televisor; arrancó el empapelado y pulió el suelo de madera. Por contra, sus hábitos fuera del hogar seguían siendo los mismos: levantarse a las seis, cruzar el parque de la ciudad contando cinco mil cuatrocientos pasos y comer en su restaurante preferido, siempre pollo asado acompañado de dos vasitos de cerveza.
No salía con chicas. “Son demasiado para mí -le decía al dueño del restaurante-; hablan alto y hacen preguntas a las que no sé qué responder. Y del trabajo tampoco tengo mucho que contar”. Hasta que un día Feldmayer se ocupó de la escultura:
¿Habría encontrado el muchacho la espina?.
Con su lupa de bolsillo, se dedicó a examinar la estatua milímetro a milímetro. Aquella maldita espina invisible le obsesionaba. Pronto empezó a creer que aquella púa estaba en su cabeza. Le raspaba la pared interior del cráneo, sí. Oía el ruido.
Así que creyó que debía liberar al muchacho de la espina, y de paso liberarse a él. Fue cuando se le ocurrió el asunto de las chinchetas. Compró las más pequeñas, con la cabeza de color amarillo chillón, y se dedicó a esparcirlas por las zapaterías de la ciudad. Los clientes se hacían daño, y se extraían el pincho, al mismo tiempo que Feldmayer liberaba endorfinas de placer.
Caían las hojas del calendario, año tras año, siempre con la misma rutina. Feldmayer llevaba ya veintitrés años trabajando en el museo y notaba que el Spinario volvía a mostrarle sólo a él su pie herido, con aire de reproche. Tenía que acabar con tanto sufrimiento. Nunca antes había osado tocar la estatua. Lo cogió del pedestal y la arrojó con todas sus fuerzas al suelo. La pieza se hizo añicos. Entre la piedra resquebrajada, el vigilante descubrió algo que brillaba: era la espina. Se había acabado la angustia, el dolor.
El vigilante fue detenido en su apartamento. Allí la policía descubrió que todas las paredes y el techo de su casa estaban forradas de fotografías con el mismo motivo: hombres, mujeres, niños sentados en escalones, sofás o alféizares, todos sacándose del pie una chincheta amarilla.
La dirección del museo presentó una denuncia contra Feldmayer por daños materiales. La fiscalía sometió al acusado al examen de un perito psiquiatra, que no acabada de fijar el motivo de tan extraña conducta. Por una parte, Feldmayer había sufrido una psicosis; por otro, no descartaba que se hubiera curado a sí mismo gracias al destrozo de la estatua. Pudiera ser que el exvigilante fuera peligroso, un asesino en serie que en lugar de chinchetas usara cuchillos. Pero también podía ser lo contrario.
Transcurrido el juicio, quedó claro que el principal responsable era la dirección del museo, que había encerrado a Feldmayer durante veintitrés años en la misma habitación y se había olvidado de él. Al final, la dirección del centro se abstuvo de interponer una demanda civil. Aliviado, el director del Museo Antiguo de la ciudad (alemana) le confesó al abogado del encausado, Ferdinand von Schirach, que se alegraba de que Feldmayer no fuera el vigilante de la sala donde estaba la Salomé.
(Resumen del cuento La Espina, incluido en el libro “Crímenes” (ed. Salamandra, 2011). Su autor, Ferdinand von Schirach, fue también el penalista que defendió éste y otros casos notorios ocurridos durante los últimos años en Alemania. Se prepara una versión cinematográfica).
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