PREFERIMOS LAS PAREJAS QUE SE NOS PARECEN CUANDO BUSCAMOS PROTECCIÓN
En un contexto animal seleccionamos rasgos diferentes a los nuestros.
No pocas veces nos asombramos de que altos salgan con bajas, rubios con morenas, feas con guapos y viceversa. A nuestra lógica le resultaría más fácil percibir que quienes se parecen se atraigan entre ellos. Diversos estudios han intentado indagar qué tipo de rasgos faciales y físicos resultan atractivos de forma universal, llegando sólo a conclusiones generales.Por resumirlos, rasgos masculinos como una mandíbula recta, un cuello bien formado y musculoso o un predominio de la anchura de los hombros con respecto a la de la cintura son rasgos constantemente apreciados por mujeres andrerastas (es decir, aquellas cuyo objeto sexual de preferencia son hombres), y tanto más cuanto más femeninas se consideran las entrevistadas. En oposición, el cabello largo, las pronunciadas curvas del busto y de las nalgas y la carnosidad de los labios son aspectos reconocidos como incitantes por una mayoría de varones ginerastas (esto es, aquellos que tienen por objeto de preferencia erótica a mujeres).
Cuándo nos parece atractiva una cara
Hasta aquí escasa sorpresa: masculinidad y feminidad suelen querer compensarse. Lo que sí intriga es que cuanto más masculina se define una mujer o más femenino se considera un hombre, más se tienden a encontrar como atractivos rasgos mezclados o andróginos.
Aunque esta línea de investigación psicosexológica tenía por objeto inicial analizar la selección de pareja, igual que en otros tantos terrenos, ha acabado extendiéndose al conocimiento de mercados y consumidores. No en vano, el cribado de las motivaciones y deseos del consumidor encarna un valor central para seleccionar qué tipo de modelo o actriz debe protagonizar una determinada campaña publicitaria.
Pero dejando parcialmente la influencia de estos hallazgos sobre la mercadotecnia, a la hora de interpretar por qué en cada caso particular consideramos una cara o un cuerpo como atractivos, nos encontramos con diferentes teorías que pasamos a revisar sucintamente.
De un lado tenemos las explicaciones psicoanalíticas en que la persona seleccionaría un rostro como atractivo en tanto recordase al de personas significativas de la infancia, bien porque nos sentimos “fundidos” con él reconociendo en él nuestros rasgos propios o bien porque “idealizamos” lo que él poseía y nosotros no. Lo habitual es que estas sensaciones se produzcan entre la niña y el padre o entre el niño y la madre.
En oposición, constan las explicaciones genéticas mucho menos “tibias” y según las cuáles como otros seres vivos, en condiciones ideales, buscaríamos lo complementario a nuestros rasgos individuales con intención de dotar con una mejor capacidad genética a la futura generación. De acuerdo con estas teorías más biologicistas, sólo en situaciones altamente influidas por aspectos socioculturales o cuando la limitación física impidiese dicho entrecruzamiento, los individuos optarían por los rasgos familiares, como un mal menor.
Relaciones estables y parejas de rasgos similares
¿Nos inclinamos en este momento histórico por lo igual o por lo complementario en nuestra erótica? Cabría decir que ambas cosas, aunque con fines distintos.
Cuando se trata de crear relaciones estables dirigidas a la propia protección, con escaso componente sexual y no exclusivamente dirigidas a la procreación, posiblemente seleccionemos parejas lo más parecidas a nosotros y a nuestros progenitores: de alguna forma se trataría de reproducir ambientes en que las imágenes y los cuerpos nos recuerden a siluetas conocidas y confiables. Históricamente esta ha sido la forma de relación entre castas y estratos sociales, llegando al máximo paradigma de las uniones intrafamiliares de las casas reales.
Cuando por el contrario priorizamos los aspectos relativos a la sensualidad e incluso al narcisismo secundario a conquistar un objeto sexual único o distinto (léase, la posibilidad de “lucir pareja”), es más probable que seleccionemos rasgos faciales y físicos diferentes a los propios, a veces incluso extravagantes, como tributarios de nuestra atención y deseo.
En este segundo supuesto, cuando la procreación es un objetivo importante del individuo, existe la convicción generalizada entre los investigadores de que en un contexto estrictamente animal tendemos a seleccionar rasgos (físicos y químicos) muy diferenciales con respecto a los nuestros como potencial progenitor de nuestros hijos. Esto sería especialmente importante para conseguir el entrecruzamiento genético necesario para redoblar las posibilidades de supervivencia de la progenie.
Una forma de percibir esta discrepancia “química” podría seguir siendo el olfato, ya que según la investigación psicoendocrinoinmunológica, las señales olfatorias que desprendemos a través del sudor podrían estar relacionadas con el tipo de inmunidad que presentamos.
Como primates seleccionaríamos de una forma casi inconsciente olores que nos resultan atractivos si tales aromas estuviesen traduciendo que ese individuo posee defensas inmunitarias complementarias a las nuestras. Semejante unión de ambas inmunidades en un futuro fruto de la gestación habría servido para asegurar la supervivencia en ambientes selváticos, al poder luchar mejor contra distintas infecciones y parasitosis.
Ni que decir tiene que en nuestro mundo sofisticado y global cada vez es más factible encontrar mestizajes. Su efecto sobre la capacidad de la especie para sobrevivir y alcanzar su máxima potencialidad sólo podrá confirmarse en un futuro demasiado lejano. Su valor como indicador, en cambio, de cómo nace la atracción y el deseo entre los seres humanos es incuantificable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario