La cárcel más infausta de la guerra contra el terrorismo sigue abierta pese a las promesas de Obama
Las dificultades legales para juzgar a los detenidos en EE UU complican el cierre
Hace hoy exactamente 10 años, una veintena de detenidos por el Ejército norteamericano durante los primeros meses de la guerra de Afganistán llegó a la base naval de Guantánamo, en la isla de Cuba, a bordo de un avión militar C-141, que había partido de Kandahar el día anterior. Vestidos con monos y gorras de intenso color naranja; con los ojos, narices, bocas y oídos tapados; esposados de manos y pies, fueron desplazados a Camp X Ray, una cárcel al aire libre que se había utilizado, por última vez, para detener a criminales cubanos que había llegado a la base en el éxodo de balseros de Cuba de 1994.
Siete días después, el presidente George W. Bush compareció ante la nación para explicarle que aquellos hombres eran terroristas, que estaban asociados a los ataques del 11-S y que no se les aplicarían las protecciones de las convenciones de Ginebra, que amparan a los prisioneros de guerra. Nacía así la cárcel más infausta de la guerra contra el terrorismo, una prisión en un limbo legal, en una base naval alquilada por EE UU a Cuba mucho antes de la revolución comunista de los años 50. Allí se retendría, dijo Bush, a los que bautizó como “combatientes ilícitos”.
Camp X Ray daría pronto paso a Camp Delta, donde se llegó a retener a hasta 779 supuestos terroristas. La mayoría ya se ha marchado a otros países (al menos cinco a España). Los que quedan se dividen ahora en dos prisiones. En Camp 6 está la mayoría de los 167 detenidos, muchos de los cuales aguardan el traslado a otros países. A escasos metros se halla Camp 5, una prisión de máxima seguridad donde una veintena de personas aguarda juicio, en régimen de aislamiento casi total. Allí se hallan los ideólogos de los atentados terroristas del 11-S, como Khaled Sheikh Mohammed.
La presencia en Guantánamo de esos detenidos de máxima seguridad es lo que mantiene la cárcel abierta. Hasta que Washington averigüe qué puede hacer con ellos, esa tierra de nadie seguirá abierta frente al mar Caribe. Entre esas rejas hay, además, cuatro presos que ya han sido condenados y cumplen condena. El proceso de comisiones militares, en las que se juzga a los detenidos, sigue también su curso. La semana que viene se reanudarán los procedimientos contra Abd al-Rahim al-Nashiri, acusado del bombardeo del destructor USS Cole en Yemen en 2000, un ataque en el que murieron 17 soldados de EE UU.
En cierto sentido, Guantánamo era un lugar idóneo para las intenciones de Bush de crear un limbo legal más allá de las convenciones de Ginebra. La soberanía allí es cubana, pero el territorio está controlado por los norteamericanos. El contrato de arrendamiento, firmado en 1903, solo puede romperlo Washington. EE UU manda cada año a La Habana un cheque para pagar el alquiler, por valor de 3.100 euros y que nunca se cobra. Bush encontró la ecuación perfecta sobre la que crear esa prisión: una base en territorio soberano de un enemigo con el que EE UU no tiene contactos diplomáticos.
A muchos de los detenidos se les sigue interrogando. Lo hacen frecuentemente los empleados militares del centro de detención. También tienen acceso a ellos agentes de la CIA, que en el pasado les torturaron, con las técnicas aprobadas por la Administración de Bush, como la privación del sueño, la exposición a temperaturas extremas o el ahogamiento fingido.
“Los interrogatorios tienen una función estratégica en la guerra global contra el terrorismo. Tienen un elemento de protección para nuestros guardas y sus operaciones”, explicó recientemente a este diario el contralmirante David B. Woods, comandante de la Fuerza Conjunta de Guantánamo, que engloba a las prisiones y toda la logística que las sustenta. “Es una red global de terrorismo. Necesitamos entender esa red, y cómo funciona, como se financia y entrena. Todas esas piezas son parte de un puzzle que nos ayuda a defendernos en la guerra global contra el terrorismo”.
En 2009, el día después de tomar posesión de su cargo, Barack Obama ilegalizó las técnicas extremas de interrogación y firmó un decreto por el que ordenaba el cierre de Guantánamo en el plazo de un año. El Gobierno incumplió la orden. Cuando quiso juzgar a los ideólogos del 11-S en juzgados federales de Nueva York, el revuelo político le obligó a dar marcha atrás. Tanteó, paralelamente, diversas cárceles que podrían albergar a los detenidos, pero los republicanos en el Capitolio se opusieron frontalmente a su traslado a suelo nacional norteamericano. Según su razonamiento, si el juicio se declarara nulo, porque los presos habían sido sometidos a tortura, podrían llegar a ser puestos en libertad dentro de las fronteras de Norteamérica.
Previamente, la justicia norteamericana ya había desmerecido las decisiones de Bush. En 2006, el Tribunal Supremo, la máxima instancia judicial de EE UU, decidió que el sistema de comisiones militares ideado por la Casa Blanca violaba las leyes internacionales y que las convenciones de Ginebra se debían aplicar a los detenidos. Dos años después, aquel tribunal votó a favor de que los detenidos pudieran desafiar su arresto ante la justicia federal norteamericana, reclamando las garantías judiciales de habeas corpus, cuya finalidad es prevenir las detenciones arbitrarias e injustas. Todas esas decisiones judiciales y políticas no han servido para desmantelar esa cárcel en una década. Obama ordenó la reanudación de las comisiones militares en Guantánamo en marzo del año pasado.
En un clima de austeridad, el precio de Guantánamo es también una fuente de preocupación. La base naval tiene 2.100 soldados, y de ellos 1.500 trabajan para la prisión. Mantener a cada preso le cuesta a los contribuyentes norteamericanos 800.000 dólares (627.000 euros) cada año. En total, son 137 millones de dólares de los presupuestos anuales aprobados por Washington, una cifra considerable en un contexto en el que el Congreso, en Washington, está buscando cómo recortar 1,5 billones de dólares en el gasto gubernamental. A fecha de hoy, Guantánamo es, a parte de un problema diplomático, la prisión más cara del mundo.
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