1812 desgarró nuestra historia colectiva con uno de esos hitos que marcan un antes y un después que fracturan el tiempo e inauguran una época de cambio que altera la existencia secular de toda una nación
Hace dos siglos las columnas de Hércules del Antiguo Régimen fueron desbordadas con la aprobación de la Constitución de Cádiz.
El 19 de marzo de 1812 fue una jornada de júbilo que el pueblo gaditano celebró en las calles sin importarle el runrún homicida del cañoneo francés ni el aguacero ventoso que acompañó las celebraciones que festejaron que España daba forma a su recobraba libertad frente a la tiranía. Cádiz se sumergió en una fiesta cívica que, años después, Alcalá Galiano relató en sus Recuerdos como un día glorioso de fiesta que marcó el comienzo de un tiempo histórico revolucionario.
El nacimiento de La Pepa fue un “aquí y ahora” que coincidió con el aniversario de la subida al trono de Fernando VII y que desgarró nuestra historia colectiva con uno de esos hitos que marcan un antes y un después que fracturan el tiempo e inauguran una época de cambio que altera la existencia secular de toda una nación. España proclamó a los cuatro vientos que era mayor de edad.
Dijo al mundo que inauguraba un régimen basado en la soberanía nacional, la división de poderes con supremacía de las Cortes, los derechos individuales y la monarquía moderada. Poco importaba que lo hiciera en medio de vicisitudes y tribulaciones que ponían en cuestión la hazaña de un pueblo que se reivindicaba a sí mismo como dueño de su destino.
España quería ser moderna e ilustrada para evitar los “abusos del poder”, la “arbitrariedad” y contribuir con su ejemplo a que la “justicia y el bien de la patria” fueran materializadas como un empeño de todos frente a los tiranos que la habían “oprimido y desolado”, convirtiéndola “en un campo de sangre, de escombros y ruinas”.
El impulso transformador de aquella jornada sigue vivo dos siglos después. No sólo porque el aliento de progreso que la hizo posible sigue provocando nuestra admiración, sino porque se convirtió en una de esas fechas que, como sucede con el 4 de julio de 1776 para los norteamericanos o el 14 de julio de 1789 para los franceses, identifican el soporte de dignidad colectiva en el que un país se reconoce a sí mismo al dar la medida de aquello que aspira a ser. El 12 de marzo de 1812 la Ilustración soñada durante todo el siglo XVIII fue hecha realidad.
Desde entonces, la modernidad política y social puso su pie en nuestro país a pesar de las penalidades que luego acompañarían su discurrir decimonónico. Quizá porque, como Blanco White advertía tempranamente desde las páginas del Semanario: “Se enuncian y examinan los principios políticos en una nación a quien todavía Europa creía, por larga y continua opresión, ajena enteramente de semejantes investigaciones y sumida en la más profunda ignorancia”.
Y es que España protagonizó en 1812 una revolución de progreso cuya andadura fue lenta y llena de vaivenes, pero que finalmente dio los frutos que hoy disfrutamos gracias a una experiencia colectiva de sangre y fuego que arrancó con aquellas aclamaciones y vivas a La Pepa y a los padres de la patria que sacudieron las callejuelas gaditanas de hace dos siglos.
No cabe duda de que fue una proclamación de sentimientos que recorrió de un lado a otro la isla de León, pero, al mismo tiempo, sacó a la superficie la vieja aspiración de modernidad que había ido abriéndose camino a lo largo del siglo XVIII. Precisamente por ello, la concreción constitucional de aquel esfuerzo generacional centenario fue capaz de imponerse en medio del sufrimiento colectivo de una nación que no dudó en desafiar a los invasores franceses y la resistencia cerril del absolutismo.
Lo hizo gracias a un puñado de patriotas liberales que fraguaron los ideales de nuestra frágil pero intensa Ilustración. Frágil porque el despotismo reaccionó contra ella de forma organizada y sistemática a partir del reinado de Carlos IV, socavando las raíces institucionales de la Ilustración y persiguiendo a sus promotores con una pinza de ortodoxia que aunó el trono y el altar.
Intensa porque los ilustrados, a pesar de las dificultades, constituyeron una poderosa corriente reformista que, iniciada con Macanaz y Feijoo llegó hasta Jovellanos y Floridablanca. Gracias a ella, España recuperó su aliento de heterodoxia y restableció una circulación trasatlántica que americanizó nuestro continente con el semblante de la esperanza mientras el Nuevo Mundo fue receptor de apetitos europeos de cambio que contribuyeron con el tiempo a su independencia.
De aquel esfuerzo ilustrado brotó lo mejor que aportó a nuestra historia el siglo que media entre la Guerra de la Sucesión y la Guerra de Independencia.
Se diagnosticaron nuestros problemas y se propusieron las soluciones, tal y como el abate Gándara al comienzo del reinado de Carlos III se encargó de detallar en sus Apuntes sobre el bien y el mal de España. Es indudable que faltaron los medios y que las voluntades no fueron lo suficientemente enérgicas.
Con todo, contemplado desde la distancia del siglo XXI, el legado de la Ilustración inundó de luz una época que, a pesar de las resistencias, fue un avance y un progreso para España. Ya lo planteó hace varias décadas Antonio Elorza en La ideología liberal en la Ilustración española y, de un modo otro, la hazaña política que representa la Constitución de 1812 lo demuestra.
Sería interesante, transcurridos dos siglos desde entonces, que se delimitará con mayor precisión las pulsiones ilustradas que, de forma subterránea, se proyectaron en la cobertura institucional que hicieron emerger las Cortes de Cádiz desde el inicio de sus sesiones el 24 de septiembre de 1810. No hay que olvidar que los dos primeros decretos que surgieron de ellas fueron la proclamación de la soberanía nacional y la libertad de prensa.
En este sentido, sería interesante estudiar con mayor detalle la influencia directa que ejerció el empirismo anglosajón y la tradición whig sobre el discurso de la Ilustración española y el liberalismo que adquirió carta de naturaleza en Cádiz. Sobre todo cuando resulta evidente que esta influencia fue notable en Jovellanos.
Hasta el punto de dibujar en su obra una senda norteña que arranca de Locke y que continúan Hume, Adam Smith y Ferguson y que fue transitada también por aquel círculo anglófilo de la Junta Chica que, en marzo de 1810, reunía Quintana en la Secretaría de la Junta Central y del que formaban parte protegidos de Jovellanos como Argüelles y Flórez Estrada.
El texto que identifica nuestra primera Carta Magna condensa, en un breve espacio temporal y un parco reducto físico, un acontecimiento sobrecogedor en términos históricos. Primero, porque cuajó entre los muros que defendían Cádiz de la marea napoleónica, la grandeza cívica de aquella divina libertad que Goya retrató de rodillas y con las manos abiertas.
Y segundo, porque en medio de la dislocación de la monarquía, la invasión francesa y la guerra civil, los representantes de un pueblo diseminado por dos hemisferios, fueron capaces de proclamar sin miedo que querían ser soberanos y libres para decidir por dónde querían transitar. La épica de sus protagonistas merece que sigamos sintiendo el estremecimiento de aquella gesta colectiva. Máxime cuando al cabo de un par de años, el golpe de la reacción cayó sobre sus cabezas con el azote de la cárcel y el exilio.
Desde entonces, el desarraigo y la tribulación fueron los compañeros de viaje de los liberales gaditanos y, con ellos, de aquella España que quería vivir en paz y concordia para fructificar bajo el paraguas de la razón y la tolerancia. Cuando hoy celebramos la proclamación de La Pepa, bien merecería que nuestro reconocimiento se centrara en aquellos que se dieron a sí mismos el nombre de liberal porque, como señalaba El Diario Mercantil de Cádiz, era: “El amigo de que el ciudadano goce de aquella justa libertad que sólo sujeta a la razón o lo que es lo mismo a la ley que exija de ésta”.
Lástima que la sinrazón servil y la arbitrariedad se cebaran sobre ellos con tanta saña a partir de entonces. Del ejemplo cívico que fundó la tercera España seguimos viviendo.
José María Lassalle es Secretario de Estado de Cultura.
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