Antonio España.-
Imagínense por un momento que tuvieran razón quienes promueven un mayor gasto público para arreglar el problema del desempleo, aun a costa del aumento de la deuda del estado. Es decir, supongan que es verdad que hacer frente a la devolución de los bonos y letras emitidos por nuestro gobierno no fuera lo más importante y que lo que hace falta es más intervención y no menos. Pues bien, si esto fuera cierto, ¿no deberíamos tener ya a nuestras administraciones públicas gastando a espuertas y generando prosperidad para nuestros ciudadanos?
¡Ah! Que me dicen que eso ya lo hacemos y que la cosa no sólo no mejora sino que va a peor. ¿Entonces?
Entonces ocurre que en la discusión sobre las posibles medidas para la salida de la crisis, los amantes del intervencionismo dan por sentado que el objetivo de reducir la deuda pública es incompatible con el de crear empleo. Sin embargo, esa supuesta incompatibilidad, como veremos, no parece tener un reflejo en la realidad y, por lo tanto, no parece razonable plantear que exista un compromiso entre ambos objetivos de política económica.
Apoyándose en esta falaz disyuntiva, los intervencionistas de todos los partidos critican que los gobiernos opten por la primera vía y prioricen la austeridad y la lucha contra el déficit frente al más loable fin de estimular la demanda por medio de un mayor gasto público. No hay más que leer las últimas aportaciones de los representantes del keynesianismo moderno, Krugman (El País, 3/1/2012), Roubini (Expansión, 8/1/2012) o Stiglitz (Vanity Fair, 1/2012) y comprobar cómo para ellos, la salida de la crisis pasa por incrementar el gasto público aun a costa de subir el endeudamiento del estado.
Y es que la lógica keynesiana es tan simple como defectuosa. Parte de la sencilla y conocida fórmula que iguala la renta de un país —el PIB— a la resultante de sumar el gasto de las familias y empresas en bienes de consumo, la inversión en bienes de capital, el gasto público en consumo final y el saldo neto entre exportaciones e importaciones. Es decir, a la demanda agregada.
En un momento en el que el consumo de las familias, más preocupadas por pagar sus hipotecas y llegar a fin de mes, es más bien tirando a raquítico, la inversión privada no es que esté tampoco precisamente boyante con la enorme incertidumbre existente, y qué vamos a decir de las exportaciones, dados los niveles de competitividad decrecientes, lo que estos economistas vienen a decir es que se actúe sobre el único sumando sobre el que el estado tiene capacidad directa de acción: el gasto público.
Fácil e intuitivo, ¿no? A fin de cuentas, si con el BOE en mano podemos crear la suficiente demanda como para compensar los otros sumandos, el crecimiento estará en manos de la política y no de los mercados. De hecho, parece tan sencillo que hasta uno se pregunta por qué Krugman y Stiglitz no proponen abiertamente recorrer por completo lo que Hayek llamó el camino de servidumbre, y así nacionalizar la toda la economía y que el 100% sea gasto público. De este modo no dependeríamos de las decisiones caprichosas de familias y empresas y viviríamos felices todos en constante crecimiento y con pleno empleo. Igual de felices que en Corea del Norte, por ejemplo.
Pero la realidad no resulta tan fácil, afortunadamente para los amantes de la libertad. En definitiva, y pese a la retórica intervencionista que culpa a la libertad individual y a los mercados de todos nuestros males, y según la cual vivimos bajo la bota opresora del liberalismo (sic), lo cierto es que desde el inicio de la crisis se han venido ensayando todo tipo de variantes de las recetas keynesianas con un fracaso más que notorio.
Un ejemplo de que la realidad es tozuda, por más que la queramos retorcer a nuestro antojo, lo pueden constatar ustedes en la gráfica que les adjunto con este post. Creo que estarán de acuerdo conmigo en que si algo refleja esta gráfica —aparte del drama creciente del desempleo— es que desde marzo del 2008 las autoridades no se han preocupado precisamente de reducir la deuda pública.
Se constata así que prácticamente desde el inicio de la crisis, ésta no ha hecho sino crecer y crecer —y eso sin contar con la deuda de las empresas públicas— mientras que el paro, ¡también crecía! ¿Por qué justo a partir de ahora la tendencia habría de cambiar y el paro empezar a reducirse si mantenemos la misma senda creciente de endeudamiento público?
En realidad, lo que ocurre es que el desempleo no se origina por un exceso de austeridad sino que es causado por el necesario reajuste de la estructura productiva de la economía tras los errores de inversión cometidos en la fase de auge —errores, recordemos, inducido por el, éste sí, excesivo intervencionismo estatal.
Como en el pecado llevan la penitencia —penitencia que pagamos todos—, el estado cae víctima de la pinza que suponen el desplome de los ingresos fiscales por el frenazo de la actividad cuando se detiene la expansión artificial del crédito, los frustrados intentos de estimular el crecimiento, y el mantenimiento de las políticas de protección del desempleo como parte de ese lujo que es el llamado estado del bienestar.
Por lo tanto, no busquen las causas de que no se cree empleo en un insuficiente gasto público —que se convierte en deuda cuando los ingresos no acompañan— sino en las rigideces de la legislación laboral y también en la excesiva regulación de la economía, que no hacen sino poner trabas a que la iniciativa empresarial pueda acometer rápidamente los ajustes necesarios en el tejido comercial y productivo.
Esperemos que en esto no nos falle también Mariano Rajoy y sus ministros económicos y acometan cuanto antes las necesarias reformas liberalizadoras. Porque aunque Cristóbal Montoro lo considere un mal menor, subir impuestos es una de las más eficaces trabas al desarrollo de la iniciativa empresarial y por tanto a la recuperación. No piensen que reducir la deuda a costa de exprimir más al contribuyente va a crear más empleo ni generar riqueza. Todo lo contrario.
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