jueves, 24 de mayo de 2012

Luigi “Gigi” Meroni._ La Farfalla Granata




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Si, según Florentino Pérez, hay futbolistas nacidos para jugar en su Real Madrid, Luigi “Gigi” Meroni (Como, 24-02-1943; Turín, 15-10-1967) nació para morir en el Torino.

Gigi Meroni es la Farfalla Granata. Farfalla por su capacidad para realizar la mayor e inimaginable cantidad de movimientos extrañamente bellos a la máxima velocidad posible, una mariposa libérrima, con una pelota cosida a los pies. Granata por el color de su camiseta, la del viejo Torino del meollo de los sesenta.

Antes, el niño Meroni se divertía al Norte de Italia, en el corazón lombardo, en el campito de fútbol que escoltaba una de las iglesias de Como, la de San Bartolomeo. Era el típico terreno parroquial de porterías de madera al que se asomaban los vecinos curiosos de las casas adyacentes para presenciar ese pequeño espectáculo cotidiano, de pelo revuelto y pantalones cortos.

  En él, Luigino Meroni encontró una vía, siempre dispuesta, por la que escapar en los malos momentos, como en el de la prematura muerte de su padre, Emilio, por un tumor fatal.

 A cambio de esa propuesta de evasión incondicional, Gigi pagó al fútbol con sus quiebros inimitables, su técnica natural y lo mejor de su talento. Su madre, Rosa, mantuvo la familia a flote junto a los tres hermanos Meroni (el mayor, Celestino; la pequeña, Maria), que trabajaban unidos cortando telas para corbatas.


Sobre Rosa, Gigi escribiría a los nueve años, en el cuarto curso elemental: “Mi madre es muy buena, pero nosotros a veces la hacemos rabiar (…). Si no fuera por la “mamma” nosotros estaríamos muertos de hambre”.

Gracias a la “mamma” pues, Meroni crece y progresa. Sin lujos, y sin carencias. Pronto es la sensación entre las cuatro esquinas del campito del barrio. Una infancia casera y parroquial.

 Juega en el local Libertas di San Bartolomeo antes de fichar por el club de la ciudad, el Como, donde debuta en profesionales en edad juvenil, en Serie B. Punza ligero por las dos bandas, aunque es diestro, controla la pelota a su antojo y marca poco pero provoca los goles de los demás. Siempre fue así, generoso con su fútbol, para sus compañeros, para la gente.

Se corre la voz, y muchos ojeadores ocupan la tribuna del estadio Sinigaglia. Al final, su fichaje por el Genoa, que recién asciende a Serie A, lo decanta un rival, Livio Fongaro, que lo sufre en el césped y lo recomienda sin ambigüedades.

 La tarde del 18 de julio de 1962, los hinchas genoveses se arremolinan en la sede social del club, en piazza De Ferrari, aguardando las últimas noticias de un periodo de traspasos que terminaba a media noche. El anuncio de la contratación de Meroni es recibido con indiferencia. Sólo dos años más tarde, 40 partidos, y llorarían su marcha.

En Génova, tras el verano en el que murió Marilyn, Meroni se curte en la pelea por la permanencia y, además, conoce a Cristina, el amor de su vida, a la que después colaría en las concentraciones jurando que era su hermana. Cuando el Torino llama a la puerta, es ya una de las mayores promesas del fútbol italiano, y sube firme otro escalón de la mano de Nereo Rocco.

La inquietud extrafutbolística de Meroni crece al mismo tiempo que desarrolla sus aptitudes sobre el césped. Le apasiona la música, sobre todo The Beatles y el jazz, también la nueva canción italiana. Le interesa la pintura, y la moda. Incluso diseña alguno de los trajes con los que pasea por Turín en su célebre Balilla. 

La noche, la barba y la bohemia. Mientras, llega el salto a la nazionale, su gol legendario que tumbó al invencible Inter de Helenio Herrera. Meroni regala pasiones con su fútbol insobornable, de toque, destreza, fantasía y atrevimiento; a la vez que se convierte en un icono de rebeldía para el pueblo.

Inventando junto a la cal, llevaron su vida al extremo Mané Garrincha y George Best. Meroni, a su manera, refleja algo de ellos, su carácter único. 

Representó, sin proponérselo, a la generación italiana de la posguerra, ávida de nuevos límites sociales, de aire limpio en la gris e inmóvil sociedad dominante. No era un intelectual, sino un hombre de hechos que concretaban la gestación del cambio previo al 68, y un símbolo de fácil identificación.

 Así, los medios conservadores esperarían con la guadaña lista a Meroni sin descanso, con dos álgidos momentos despreciables. 

El primero, tras la eliminación de Italia del Mundial del 66, con la humillante derrota ante Corea del Norte en un encuentro que ni siquiera jugó, circunstancia que no evitó que una furibunda campaña le señalase culpable. Dos años después ese mismo bloque campeonaría en el Europeo y, cuatro, sería finalista en México’70.

El segundo, tras su desdichado fin. Decenas de miles de personas salieron a la calle para despedir al ídolo. Sandro Mazzola, que lo ganó todo con el Inter y cuyo padre protagonizó otra trágica muerte siendo grana, portó el féretro entre lágrimas.

 En cambio, La Stampa y la Iglesia, la tecla y la cruz, se unieron para sancionar al capellán, Francesco Ferraudo (“No era tan sólo carne, músculos, nervios. Era genialidad, bondad, coraje, comprensión, altruismo”), que ofreció misa por el “peccatore pubblico”.

Meroni, el calciatore artista, murió cuando el Torino se reconstruía alrededor suyo, para conquistar de nuevo el Scudetto e iniciar un ciclo feliz. Por ello, y por la fuerte presión de la hinchada, la directiva no ejecutó la oferta mareante de la Juve de los Agnelli. 

El Torino había sido una vez el mejor equipo del mundo, a final de la década de los 40, hasta que se estrelló su avión, con todos los jugadores, junto a la Basílica de Superga. Murieron como murió Meroni, para que la leyenda se convirtiese en mito.

Tras un partido ante la Sampdoria, a los 24 años, Meroni cruzaba el corso Re Umberto junto a su compañero Poletti. 

Quizá vio venir el Lancia Appia que lo atropelló, causándole la muerte en una larga agonía que duró hasta la noche, pero fue demasiado tarde. Como recuerda Enric González, el joven que lloraba al herido sobre el piso, inconsolable, era fanático del Torino y acababa de matar a su ídolo. Se llamaba Attilio Romero, y con el cambio de milenio consiguió la presidencia del club.

El 15 de octubre es desde entonces una fecha maldita y talismán para el Toro. Desde que murió la Farfalla Granata nunca ha perdido al cumplirse la efeméride. Son ochos partidos, seis victorias y dos empates.

 El Factor Meroni es el póstumo guiño consolador de un personaje por tantas cosas seductor e inolvidable.

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