jueves, 26 de enero de 2012

Rubén Uría ._ Victoria triste y derrota dulce

Victoria triste y derrota dulce

 

El madridismo demandaba una apuesta atrevida, valiente, descarada, conforme a lo que el peso de su histórica camiseta exige. Enrocarse en el Bernabéu siempre fue mal negocio, por mucho que Mourinho quisiera convencer al prójimo de lo contrario. Para difuminar la mácula de la ida y despojarse de ese alfiler de cicatería prendido en su solapa, el Real salió fiel a su estilo. Si había que morir, habría que morir matando. 

Del topo al chivato y tiro porque me toca, Mou diseñó un plan de choque audaz, como el público le exigía. El equipo le respondió con firmeza. [En este punto, conviene recordar que cuando Capello se dejaba de precauciones y ganaba a la tremenda, con épica, arrestos y fútbol, la prensa manejaba la teoría de la autogestión de los jugadores. 

Con Mou nadie recordará aquella teoría] De estampida, con bravura y con fiereza, el Madrid le robó el balón al Barça, impuso su personalidad, presionó por todo el campo. Por fin, el Madrid jugó a ser el Madrid. Algo que se le reclamaba a su entrenador, el de los gestos, las muecas y las filtraciones de presuntas espantadas. El Madrid, sin historias para no dormir y sin complejos de ninguna clase, asumió que tenía que escalar un ochomil y se puso a ello.

Higuaín anunció, nada más sacar de centro, que sería una noche de sustos para los locales. El Madrid consiguió incomodar a los azulgrana siempre, hasta que Xabi carburó. Llego entonces un intercambio de golpes donde el Camp Nou pareció, por momentos, el ring donde Ali y Frazier se dejaron el alma, a golpes, en Manila. Al Madrid le falló aquello que es parte de su genética: la pegada.

Tuvo grandeza el Madrid echando el corazón por la boca, levantándose del batacazo de la ida, negándose a rendirse cuando encajó dos goles que parecían cavar su fosa (Pedrito y el sputnik de Alves) y encontró premio al recuperar el diamante que parecía propiedad exclusiva del Barcelona, la pelota. Sin acularse atrás en torno a Casillas, sin despreciar el buen fútbol, el Madrid pleiteó con el Barça.

Estuvo a su altura futbolística. Y por fases, dejó de reverenciarle y tratarle a usted, hasta meterle el miedo en el cuerpo y tratarle de tu. Özil, en un recital apoteósico, sacó el violín. Activó a su equipo, se puso el esmóquin y fue el socio de todos. Cristiano firmó un gol de museo y el Barça se instaló en la duda. 

Y la duda es mal lugar para permanecer demasiado tiempo. Fue entonces cuando irrumpió Benzema para activar una bomba de racimo humana, hacer el segundo y hacer saltar las alarmas en la Ciudad Condal. El mejor equipo de la historia o uno de los mejores, sufría como un condenado y estaba amenazado en su propia casa. Puyol, Abidal y Piqué tuvieron que emplearse a fondo. Y el Barça tuvo que achicar.

Herido, que no desangrado, el Barça se vio obligado a acitvar un plan 'B' para el que no está programado. Sin balón, obligado a contragolpear y huérfano de Iniesta, el boceto culé se desdibujó. En la previa, Guardiola auguró que el Real marcaría — lo hizo-, que su equipo tendría serios problemas — los tuvo- y que sentía un enorme respeto por la instutición — sabe de lo que habla- a la que se iba a enfrentar. Siempre prudente, Guardiola fotografió el partido. 

El Madrid sometió al Barça a pasar una noche muy larga en la silla del dentista, ofreció su mejor versión y respondió al mensaje que el Bernabéu le había enviado a Mou en forma de silbidos. La historia del Real Madrid no permitía más cultura del miedo, más quejíos y más cutrerío. Con fútbol, sabiendo qué hacer con la pelota, el Madrid rondó el pase. La radiografía del partido arrojó héroes azulgranas y blancos. Fue una lucha a muerte por cada centímetro.

También dejó un villano, Teixiera. Un árbitro politiquero, que pitó con cobardía y que se arrugó a la hora de tomar decisiones, cuando el choque de trenes iba amenazaba con descarrilar. Carnaza para los del revisionismo periodístico y el fango arbitral que está de moda. El partido fue una moneda al aire. Salió cara para el Barça.

La última entrega del Barça-Madrid ofrecerá muchas reflexiones. Lecturas más trascendentes que las patadas de unos y de otros, que las polémicas en el área de ambos o de las declaraciones, lloros y quejíos de los protagonistas y sus múltiples razones. El partido dejó una certeza y dos moralejas. La certeza, que los culés porfiarán por tres títulos y el Madrid, por dos. 

La moraleja para el Barça: que si no pisa el acelerador a fondo, su enemigo tiene suficiente batería de fuego como para abrasarle. Y una moraleja para el Mou: el madridismo tenía razón. A la carga, sin precacuciones, el Madrid sabe y puede debatir con la pelota. Sin apuestas infames y de equipo pequeño, el madridismo es más feliz. Con lo otro, no. De ahí los pitos. Hoy, vistos en perspectiva, más justos que nunca. Mou tiró a la basura la eliminatoria en la ida jugando a especular. 
Una losa muy pesada que casi levanta en la vuelta. Jugando a fútbol, no a pegar patadas. 

El fútbol, dinámica de lo impensado, dejó una sentencia de doble dirección, a gusto del consumidor: el Real Madrid obtuvo otra derrota, quizá su derrota más dulce; y el Barça conquistó otra victoria, quizá su triunfo más triste. El marcador ofreció otra sentencia, alentadora o preocupante, también a gusto del consumidor: el peor Barça eliminó al mejor Madrid.

Rubén Uría / Eurosport

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