miércoles, 9 de mayo de 2012

Rubén Uría._ En el nombre de Helena Suárez





Su corazón se disparó, al ritmo de la taquicardia de los goles al otro lado del río. Helena no lo dudó, hizo la mochila y se escapó de casa a toda prisa. Había reunido un poco de dinero, había conseguido una entrada para la final y sacó su tarjeta de embarque con dirección a Alemania. 

Su destino, Hamburgo. Su sueño, ver al Atlético campeón de la Europa League.  Aquella noche fue inolvidable. Diego Forlán, uruguayo, vacunó con dos tantos de oro al Fulham, el de los almacenes Harrods del lujo, el de los marcadores correosos y el del viejo estilo del kick and rush.  La odisea hasta la ciudad donde se forjaron los Beatles había merecido la pena. 

Allí estaba Helena, henchida de orgullo, disfrutando de la gran fiesta de su equipo, el Atlético, que esa noche conquistó España, siendo el primer equipo de muchos y el segundo equipo de todos.  Aquella noche, bajo el manto estrellado del cielo de Hamburgo, después de una prórroga de infarto, el Atlético se soltó de su amiga mala suerte y pudo honrar su himno: jugó, y ganó, peleó como el mejor y su afición se estremeció con pasión, viendo un Atleti campeón. Hele fue feliz.

El viaje de vuelta fue una odisea, pero horas más tarde, en suelo español, Neptuno, huérfano de alegría, condenado a la dictadura de Cibeles, llevó al Nirvana a generaciones de colchoneros que, como Helena, no había tenido la suerte de disfrutar de la gloria de Luis Aragonés, Gárate, Adelardo o Ratón Ayala.  

Ella, en casa, como miles de jóvenes rojiblancos, se había hartado de escuchar la batallita, heredada de padres a hijos, que contaba la triste historia del gol que encajó Reina en aquel maldito San Isidro.  San Forlán, después vendido a precio de saldo como el resto de los campeones de Hamburgo, reverdeció laureles y a Helena, verso libre rojiblanco en Asturias, le pareció que los cromos amarillentos de Gárate recobraban brillo y color.  

Esa noche, los niños no le preguntaban a sus papás por qué eran del Atleti. Esos niños sonreían. Como ella.  Su equipo, por fin, hacía justicia a su canción, luchando como hermanos, defendiendo sus colores y ganando en un juego noble y sano, derrochando coraje y corazón.

Meses después de Hamburgo,  Helena falleció víctima de un tumor. Tenía 21 años. Sus amigos y su familia llevaron a cabo varias iniciativas a través de las redes sociales, intentado que los futbolistas colchoneros honrasen la memoria de Helena ante el Albacete en Copa, celebrando los goles formando una H con sus manos. No fue posible. El Atlético cayó eliminado, haciendo carne la estrofa de Sabina, esa que reza sobre su manera sufrir y su manera de palmar. 

Esta noche, después de que el Titanic de los Gil volviera a hundirse para ser reflotado con esfuerzo por Simeone, el Atlético regresa a una final. Hoy, Helena, desde algún remoto lugar del cielo, volverá a ponerse su camiseta, su bufanda y apoyará a su equipo. 

No habría muerte ni vida, ni siquiera en el más allá, que pudiera convencerla de no bajar de las nubes para abrazar su pasión más inexplicable, el Atlético de Madrid. Quizá esta noche la gloria le pertenezca al Athletic, ese milagro elogiable fabricado por Marcelo Bielsa. O quizá esta noche Adrián ponga la poesía y Radamel Falcao cobre los derechos de autor. 

Lo único seguro es que Helena Suárez, allá donde quiera que esté, hasta el final de los tiempos, de otras vidas y de otros mundos, seguirá siendo fiel a las rayas que tenía como segunda piel. Las rayas canallas de los colchones.

Rubén Uría / Eurosport

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