El sinsentido de una guerra entre hermanos como la que asoló los Balcanes en la década de 1990 trae consecuencias poco imaginables. Más allá de la tremenda cantidad de víctimas, que hacen de la región una de las zonas con más cementerios del mundo, de la todavía incompleta reconstrucción de viviendas e infraestructuras y del odio aún latente entre las diferentes comunidades, el deporte es uno de los sectores más damnificados.
Pongamos como ejemplo el fútbol: la otrora potentísima Yugoslavia se ha fragmentado en un montón de selecciones que oscilan entre la segunda y la cuarta fila del panorama internacional.
Los plavi,
las camisetas azules que tanto respeto infundían, han pasado a mejor
vida. De sus herederos, el único (y muy fugaz) momento de gloria llegó
en 1998, cuando a Croacia se le apareció San José, su patrón, y le llevó al tercer puesto
en el mundial de Francia. El resto raramente pasan de la fase de
grupos, si es que se llegan a clasificar a algún torneo importante.
En Trebinje no se ven emblemas del club local Leotar, pero sí del Estrella Roja
La caída de nivel se ha traducido en una pérdida de competitividad (y de interés) alarmante en las ligas locales.
Estrella Roja y Partizán ya no luchan más que entre ellos, con lo que
cada vez es más difícil convencer a alguna joven promesa serbia para que
se quede en Belgrado a dar lo mejor de sí.
Tres cuartos de lo mismo
ocurre en Croacia con el Dinamo de Zagreb y el Hajduk Split. El resto de
repúblicas, que aportaban equipos más modestos que de vez en cuando
daban la campanada, se han quedado sin la motivación de competir contra los grandes.
El caso paradigmático es el de Bosnia y Herzegovina, un triángulo de tierra de poco menos de doscientos mil kilómetros cuadrados en el que conviven, no necesariamente en armonía, cuatro millones de musulmanes, croatas y serbios en proporciones variables
según la zona.
A efectos legales, el país está dividido en dos
“entidades”: la República Srpska (“de los serbios”) y la Federación
Croato-Musulmana, aun con numerosas bolsas de poblaciones de un área en
la otra y viceversa. En la práctica, todos hablan el mismo idioma, llevan el mismo estilo de vida y tienen la misma cara de eslavos.
Lo único que los distingue es la religión, motivo más que suficiente
para no soportarse y buscar cualquier excusa para acabar a palos.
De ahí que el sentimiento de pertenencia a una misma nación sea más bien limitado.
La bandera bosnia, impuesta por la comunidad internacional hace algo
más de una década, está bastante presente en las áreas musulmanas, pero
en tierras donde dominan croatas (católicos) se ven estandartes
tricolores con escudos de cuadros rojiblancos, idénticos a los que se
verían en Rijeka o Dubrovnik. Los mismos tres colores pero cambiados de
sitio son los del emblema serbio, omnipresente en cualquier rincón de la
Srpska ortodoxa.
No es difícil deducir que los habitantes de esas
áreas, sintiéndose más cercanos a sus respectivas patrias étnicas
que a Bosnia, apoyen a equipos “extranjeros”. Así, si uno se pasea por
las áreas rurales del sur de Herzegovina, tirando para Trebinje por
ejemplo, no verá ningún emblema del club local Leotar, pero sí es
probable encontrar casas con el escudo del Estrella Roja pintado en la
fachada.
Mi religión, mi club
De hecho, los equipos bosnios tienden a identificarse sin complejos con alguna de las tres etnias, excluyendo claramente a las demás. Véase como muestra el caso de Mostar,
gran localidad del suroeste dividida más o menos por la mitad: a un
lado de la carretera abundan las mezquitas, al otro una sobria catedral
domina la red de iglesias católicas.
La vía, que atraviesa la Plaza de
España, marca una separación que pocas veces cruzan los mostareños. En
el lado musulmán la gente es fanática del Velež, que llegó a ser importante durante la época comunista.
El sector cristiano es de su gran rival, el Zrinjski,
club en cuyo nombre completo aparece la palabra “croata” y cuyo emblema
reproduce el diseño ajedrezado. Por estos motivos el Zrinjski, una de
las entidades deportivas más antiguas de los Balcanes, estuvo prohibido
durante cuarenta años, ya que en la Yugoslavia unida que dirigía Tito no
había lugar para los símbolos “regionalistas”.
Cada vez que se
enfrentan, no es que se pare la ciudad, pero sí hay disturbios muy violentos por parte de los hinchas más radicales.
En Sarajevo, la capital, por suerte la situación es
menos tensa. Hay mayoría musulmana, pero los grupos croata y serbio son
suficientemente numerosos como para que ninguno pueda imponerse sobre los demás.
De ahí que entre los dos equipos más destacados de la ciudad, el Željezničar (“ferroviario”) y el FK Sarajevo,
no haya rivalidad más allá de la futbolística. Por palmarés los
primeros pueden considerarse un poco más grandes (de hecho fueron los
únicos bosnios que llegaron a proclamarse campeones de Yugoslavia), pero
no demasiado.
En la misma familia pueden convivir sin problemas seguidores granates y aficionados del tren azul. Otro cantar es el Slavija,
del suburbio Istočno (oriental), identificado desde sus ya centenarios
orígenes con la comunidad serbia de la capital, aunque sus mediocres
resultados no le den muchas alegrías.
Existe un cuarto club, el Olimpic,
fundado en plena guerra (quizás por eso viste de negro), que al menos a
priori no se identifica con ningún grupo concreto y que, pese a su
fulgurante ascenso deportivo (en 2008 estaban en la tercera categoría y
ahora rozan puestos europeos) no cuenta con demasiado respaldo social.
La liga sirve de poco más que de trampolín para los tres o cuatro que destaquen
En todo caso, tampoco puede decirse que algún grupo étnico domine a los otros en términos generales.
Desde que se estableció la Premijer Liga unificada, en 2001, ha habido tres títulos “croatas” (dos del Zrinjski y otro del Široki Brijeg), otros tres “serbios” (Leotar, Modriča y el vigente Borac de Banja Luka) y cuatro “multiculturales”,
correspondientes a los dos equipos de Sarajevo, pero que por razones
demográficas podrían adjudicarse, con muchas reservas, a la comunidad
musulmana.
De ellos, uno fue para el FK, allá por 2007, y los otros tres
para el Željezničar, que se está consolidando como el más prestigioso
del país. De hecho, este año parece que ampliará su ventaja y se
llevará su cuarta corona: con veinte de las treinta jornadas disputadas
está líder, con cuatro puntos de ventaja sobre el Široki.
De todas formas, la liga bosnia, que ocupa el puesto 32 en el ranking UEFA,
no despierta demasiadas pasiones. Los estadios de Sarajevo, una ciudad
de medio millón largo de habitantes, no llegan a las 40.000 localidades.
De hecho, en los numerosos centros comerciales de los barrios céntricos
es más o menos fácil encontrar camisetas de equipos como el Barcelona,
pero completamente imposible comprar la equipación oficial de un club de allí.
Sí es algo más sencillo hacerse con la blanca de la selección nacional,
sobre todo con falsificaciones de mercadillo con los nombres y números
de Džeko o Spahić. Eso, claro, en las grandes urbes, especialmente en
las más islamizadas. Fuera, no merece la pena ni intentarlo.
El desdén que muestran por el campeonato local contrasta con la atención, y hasta pasión, por lo que llega del exterior.
No es sólo que muchos se identifiquen con los Grobari o con la Torcida
splitense, sino que se les ilumina la cara cuando, al enterarse de que
el interlocutor es español, tienen ocasión de chapurrear sobre nuestra
liga.
Está muy presente la tópica dicotomía Real Madrid-Barcelona (de
hecho, una sonrisa y una camiseta azulgrana pueden evitar disgustos en
un puesto fronterizo), pero su conocimiento va más allá: es habitual que
sean capaces de nombrar al menos una decena de equipos ibéricos.
Para satisfacción rojiblanca, el Atlético es muy querido en la zona
serbia gracias a nombres como Milinko Pantić o Radomir Antić.
Propuestas para el día de mañana
¿Qué futuro hay para el fútbol bosnio? A corto plazo, poco.
La falta de contendientes de categoría y la fuga de talentos no hacen
presagiar un porvenir esperanzador para el balompié del país. Tampoco
ayuda el componente de agresividad que aún perdura en las gradas,
y que no tiene pinta de ir a desaparecer, ya que, igual que aquí, son
el cobijo de los más exaltados, con lo que eso implica en un avispero
como los Balcanes.
La liga, tal como está planteada, sirve de poco más
que de trampolín para los tres o cuatro peloteros que destaquen y puedan
permitirse salir a ver mundo. Cierto es, en su defensa, que acaban de cumplirse 20 años desde que empezó la guerra y los bosnios, crean en el dios que crean, tienen generalmente cosas más importantes de las que ocuparse que un balón.
La solución, igual que el problema, podría venir de fuera. Habría que
poner de acuerdo a mucha gente de intereses muy contrapuestos, pero se
podría crear un torneo que aglutinara a todos los países de la antigua Yugoslavia.
Como antes de la guerra, cuando croatas como Prosinecki formaban parte
de plantillas de equipos serbios que hasta se permitían el lujo de ganar
copas de Europa. Unidos, los equipos de las diferentes repúblicas (y
Bosnia no sería una excepción) tendrían alicientes para competir, para
recuperar el nivel que nunca debieron perder, para explotar en su propio
provecho la capacidad de un pueblo con genética privilegiada para el
deporte.
¿Difícil? Sin duda. Pero en baloncesto se ha hecho, con el nombre de Liga Adriática, y funciona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario