La detención del mayordomo del Papa ha dejado al descubierto una guerra de poder en el Vaticano.
El cardenal Bertone ha enviado al exilio a algunos de sus colaboradores más queridos.
Benedicto XVI trata de obtener una tregua, pero la lucha es encarnizada.
En esta historia llena de traición, malas artes, soldados del
Altísimo que luchan por el poder con armas del demonio, un mayordomo
ladrón, un Papa enfermo y un banco que usa el nombre de Dios en vano,
tal vez el único hombre bueno sea el padre George.
George Gänswein es alemán, tiene 57 años, 1.80 de estatura, cuerpo de atleta, pelo rubio, ojos claros. Desde hace nueve años es el secretario personal de Joseph Ratzinger y, desde hace algunos meses, su único antídoto contra el aire envenenado del Vaticano. Un día no muy lejano, a su número de fax —al alcance de muy pocos— llegó una carta muy comprometedora dirigida al Papa.
Después de que Benedicto XVI la leyese, monseñor Gänswein decidió guardarla en su pequeña oficina situada dentro del apartamento papal. No convenía que aquella misiva anduviese danzando por un Vaticano convertido en campo de batalla. Por eso, cuando el padre George la vio publicada en un libro junto a decenas de documentos secretos, supo enseguida que el traidor, el cuervo, el topo, tenía que ser alguien muy cercano. Alguien de la familia.
Así se les llama intramuros. La familia pontificia. La familia del Papa. Los habitantes del Apartamento —así, con A mayúscula, lo escriben en el Vaticano—en el que Joseph Ratzinger, más casero que su antecesor, el muy viajero Karol Wojtila, pasa la mayor parte del día.
Además del padre George y del otro secretario, el sacerdote maltés Alfred Xuereb, “la familia del Papa” está compuesta por cuatro laicas consagradas —Carmela, Loredana, Cristina y Rosella—, una monja que le ayuda en los trabajos de estudio y escritura, sor Birgit Wansing, y un asistente de cámara, Paolo Gabriele, su fiel Paoletto, el primero que desde hace seis años le da los buenos días, lo ayuda a vestirse y a celebrar la misa, lo acompaña en todas las audiencias públicas y privadas, le sirve el café del desayuno, el vino de la comida y la infusión de la tarde, lo acompaña en sus paseos por el jardín de la azotea y, al caer la noche, le ayuda a desvestirse para irse a la cama.
—Buenas noches, Santidad.
La noche del martes 22 de mayo es la última que Paolo Gabriel, de 46 años, casado y con tres hijos, en posesión de la doble ciudadanía italiana y vaticana, acompaña al Papa. Al día siguiente, la Gendarmería del Vaticano se presenta en su casa de Vía de Porta Angelica, sobre el mismo muro que separa los dos Estados, y lo detiene.
El secreto se mantiene dos días. El viernes 25, la noticia se filtra: detenido el mayordomo del Papa por desvelar y difundir documentos secretos. Los periodistas buscan imágenes del cuervo o traidor. No les resulta difícil encontrarlas. Basta con mirar las fotos del papamóvil. Junto al chófer, siempre con gesto serio, aparece Paolo Gabriel. Detrás, de pie, impartiendo bendiciones, el Papa, y en el último asiento, sonriente, el padre George…
Si no fuera por su físico —la revista Vanity Fair lo llegó a llamar
monseñor George Clooney—, el teólogo alemán sería un perfecto
desconocido. Hasta hace unos meses, George Gänswein ejecutaba en
exclusiva su papel de discreto ayudante de Joseph Ratzinger, su sombra
desde que, en 1996, el entonces cardenal prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, la antigua Inquisición, lo llamara a su lado.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, el padre George no ha tenido más remedio que desempeñar un papel más delicado: el de pasadizo secreto para ver al Papa. A sus 85 años, Benedicto XVI vive aislado en su apartamento, acorralado por las luchas entre los cardenales que tratan de ganar poder antes de la celebración del próximo cónclave. Ratzinger es un hombre anciano y enfermo, pero sobre todo es un hombre solo.
Su viejo amigo y teórica mano derecha, Tarcisio Bertone, el secretario de Estado del Vaticano, se ha ido alejando de él y, al tiempo, se ha convertido en el enemigo a batir por el resto de los cardenales italianos. Lo acusan de una ambición desmedida, de relaciones peligrosas con los poderes fuertes italianos, incluso de dejarse influir por “ambientes masónicos”.
El Papa, que en los últimos tiempos ha observado con tristeza cómo el cardenal Bertone ha despedido o enviado al exilio a algunos de sus colaboradores más queridos, siempre responde con la misma frase a quien le aconseja cambiar de secretario de Estado: “Ya soy un Papa viejo…”. Trata de obtener una tregua, pero el resultado es el contrario.
La lucha es cada vez más encarnizada. Bertone se radicaliza y sus enemigos tampoco descansan. Sentado junto al fax del Apartamento, el padre George sigue recibiendo cartas espeluznantes dirigidas a Benedicto XVI.
Joseph Ratzinger no se parece en nada a Karol Wojtila. Bien es cierto que los unía una gran amistad y que Juan Pablo II se apoyó en el cardenal alemán hasta su muerte. El polaco era luminoso, cordial, infatigable. Se pasaba el día estrechando manos, sonriendo, recorriendo el mundo.
Hasta el punto que, todavía hoy, cuando uno pasea por el centro de Roma, da la impresión de que el Papa sigue siendo el polaco, porque son sus postales las más presentes, las que más se venden. No era difícil, por tanto, hablar con Juan Pablo II, hacerle pasar un mensaje. A Benedicto XVI, en cambio, no le apasionan las relaciones humanas. Es tímido, aunque cordial, concienzudo, paciente, amante de la lectura, más pendiente de los asuntos del cielo que de los de la tierra.
De hecho, solo algunos cardenales escogidos —Ruini, Scola, Bagnasco— han logrado mostrarle personalmente su opinión desfavorable a Bertone. Sucedió hace un año, durante un almuerzo en el palacio de Castel Gandolfo, la residencia veraniega del Papa. El resto se tiene que conformar con utilizar un canal. El del fax del padre George Gaenswein…
Un canal que, desde el pasado verano, deja de ser seguro. El primer golpe llega con la divulgación, a través de un programa de televisión, de una carta del arzobispo Carlo Maria Viganò, actual nuncio en Estados Unidos, en la que le cuenta al Papa diversos casos de corrupción dentro del Vaticano y le pide no ser removido de su cargo como secretario general del Governatorato —el departamento que se encarga de licitaciones y abastecimientos—. Viganò, sin embargo, es enviado lejos de Roma por el secretario de Estado, Tarcisio Bertone. Distintas fuentes aseguran que el Papa llegó a llorar con aquella decisión, pero no se atrevió a contradecir a Bertone.
La segunda filtración destapa un supuesto compló para matar al Pontífice. Se trata de una carta muy reciente enviada a Benedicto XVI por el cardenal colombiano Darío Castrillón Hoyos en la que le cuenta que el cardenal italiano Paolo Romeo, arzobispo de Palermo (Sicilia), acaba de realizar un viaje a China durante el cual habría comentado: “El Papa morirá en 12 meses”. Pero no solo eso.
Según la carta del obispo colombiano, escrita en alemán y bajo el sello de “estrictamente confidencial”, el arzobispo de Palermo se ha despachado a gusto en el país asiático contando supuestos secretos del Vaticano tales como que el Papa y su número dos, Tarcisio Bertone, se llevan a matar y que Benedicto XVI está dejando todo atado y bien atado para que su sucesor al frente de la Iglesia sea el actual arzobispo de Milán, el cardenal Angelo Scola.
Aquellas filtraciones de documentos, aunque todavía con cuentagotas, conmocionan al Vaticano. Su portavoz, el padre Federico Lombardi, llega a admitir que la Iglesia está sufriendo su particular Vaticanleaks. L'Osservatore romano publica un editorial en el que se describe la situación de Benedicto XVI: un pastor rodeado por lobos.
Paolo Gabriele, mientras tanto, sigue llegando cada día a las seis de la mañana al Apartamento para despertar al Papa. Es un privilegiado. Todos los trabajadores del Vaticano lo son. No ganan un gran sueldo, pero forman parte de la plantilla de una empresa con 20 siglos de antigüedad, que difícilmente irá a la quiebra, con prestigio social en la ciudad de Roma y una serie de ventajas —vivienda dentro de las 40 hectáreas del Vaticano, gasolina muy barata— que en la mayoría de los casos heredan sus hijos.
La tormenta que esos días —finales de 2011— azota a la Iglesia amainará. Como siempre por los siglos de los siglos. Hay una anécdota muy representativa. Hace unos años, un periodista español le preguntó a un cardenal por un conflicto en el seno de la Iglesia. El purpurado, muy serio, inició así su respuesta: “Ya tuvimos ese problema en el siglo XIII…”.
La respuesta, aun con otras palabras, sigue siendo la misma, incluso
la más común durante los días posteriores a la detención de Paoletto:
“Ya tuvimos problemas parecidos, e incluso mayores, y siempre salimos
adelante. Tal vez lo que ahora cambie es la velocidad y la magnitud en
la difusión de la noticia. Eso, y no su gravedad, es lo que agranda el
problema”. Un problema, una guerra de poder, puramente italiana.
“Un típico juego italiano”, lo califican algunos medios de información. Hay, además, una razón de peso para que sea así. La silla de Pedro lleva siendo ocupada por un extranjero desde 1978. A un Papa polaco (Juan Pablo II, desde 1978 a 2005) lo sucedió un Papa alemán (Benedicto XVI, desde entonces a hoy) y, si los cardenales italianos menores de 80 años —los únicos que pueden participar en el cónclave— no andan espabilados, pueden perder una oportunidad de oro.
A día de hoy, los purpurados electores son 122. Italianos, 30 (menos de un cuarto), estadounidenses, 11, y alemanes, 6. Si cuando Joseph Ratzinger muera, o dimita, no le sucede un italiano, la próxima vez será más difícil.
Prácticamente todos los cargos de responsabilidad relacionados con las finanzas están en manos italianas, aunque sean norteamericanos y alemanes los mayores contribuyentes. De igual forma, aunque América, Asia y África sean ya más el presente que el futuro de la Iglesia católica, en el último consistorio, celebrado el 18 de febrero pasado, no fue nombrado cardenal ningún africano y solo un latinoamericano. Hace unos días, un alto representante del Vaticano manifestaba su contrariedad: “En América Latina está ya el 47% de los católicos del mundo.
Allí las iglesias están llenas y en Europa vacías, pero al Vaticano les sigue costando mucho nombrar cardenales que no sean europeos…”. Miloslav Vlk, cardenal de Praga y portavoz de la Iglesia Internacional, lo dice sin tapujos: “Tal vez hemos perdido el impulso que nos dio Pablo VI y Juan Pablo II y luego recogido por Benedicto XVI: una Iglesia que se abra al mundo, un colegio cardenalicio y una Curia más internacional y por tanto más capaz de escuchar las voces y recoger la energía que llegan también de lejos”.
La detención del mayordomo se produce unas horas después de otro hecho muy grave. El despido fulminante de Ettore Gotti Tedeschi, presidente del Instituto para las Obras de Religión (IOR), conocido como el Banco Vaticano. La primera explicación habla de “irregularidades en su gestión”, pero enseguida el tono va subiendo hasta llegar casi al linchamiento. La primera explicación oficial achaca al economista, de 67 años, “no haber desarrollado funciones de primera importancia para su cargo”.
Lo cierto es que la Banca del Vaticano está siendo sometida desde el pasado septiembre a una investigación judicial por supuesta violación de las normas contra el blanqueo de capitales. Además de a Gotti Tedeschi —presidente también del Santander Consumer Bank, la filial italiana del Banco Santander—, la fiscalía investiga al director general del IOR, Paolo Cipriani.
El directivo depurado se muestra enfurecido en sus declaraciones a la prensa: “Prefiero no hablar. Si lo hiciera, solo diría palabras feas. Me debato entre el ansia de explicar la verdad y no querer turbar al Santo Padre con tales explicaciones”. Tedeschi es de los pocos que guarda fidelidad al Papa. De hecho, fue el propio Joseph Ratzinger quien se lo recomendó a Bertone. Eran más que viejos amigos. El economista, miembro del Opus Dei, había colaborado con el Papa en la encíclica Caritas in veritate.
Ahora la colaboración que le pedía era más terrenal y, por tanto, más difícil: rescatar de las manos del demonio las cuentas de Dios. Limpiar el Banco del Vaticano. Bertone y Tedeschi chocan. Trasciende que desde hace tiempo no se hablan. El economista amigo del Papa amenaza con dimitir. El secretario de Estado se le adelanta. Lo despide. Pero no se contenta con eso. En plena guerra de filtraciones, aparece un documento en el que se vapulea al ya ex presidente…
El asunto queda en segundo lugar. Toda la atención está ahora puesta
en la suerte de Paolo Gabriele. La primera pregunta es: ¿por qué lo
hizo? La segunda: ¿para quién? Roma es tomada por una banda de cuervos
anónimos que se dicen compañeros de Paoletto, una especie de cruzada
contra los asuntos turbios del Vaticano. “Paoletto no está solo”,
aseguran, “somos muchos, incluso muy arriba. Queremos defender al Papa,
denunciar la corrupción, hacer limpieza en el Vaticano”.
Las voces anónimas confirman lo que ya se sabía —el Vaticano es desde hace meses un campo de batalla entre distintas facciones que luchan por el poder—, pero sus teóricas intenciones son difíciles de creer. Tan increíbles como algunos de los detalles de la operación: al frente estaría una mujer y la tropa estaría formada por una pléyade de vengadores, desde cardenales a mayordomos, incluido un pirata informático. Su principal objetivo: proteger al Papa de Tarcisio Bertone.
Después de muchos días en silencio, el Papa habla. Pero no dice nada. Se remonta 20 siglos atrás para recordar que Jesús también fue traicionado. Acusa a los medios de comunicación de magnificar el problema y confirma a todos sus colaboradores —Tarcisio Bertone incluido— en sus puestos. Los muros del Vaticano se cierran aún más.
El misterio, siempre presente en las historias religiosas y laicas de Roma, lo envuelve todo. ¿Ha hablado ya Paoletto? ¿Ha dicho si robó la correspondencia del Papa por su cuenta o por encargo? Tal vez sea el padre George, sentado junto a su fax, el único que sabe la verdad, tal vez el único que cumple su función de proteger al Papa. O tal vez no. Si en algo coinciden creyentes y descreídos de un lado y otro del Tíber es que, como es habitual en los asuntos que conciernen al Vaticano, jamás se sabrá la verdad.
Nunca se conocerá el verdadero jefe de Paolo Gabriele, la identidad del cuervo vestido de púrpura. La Iglesia católica, que necesita de la fe para seguir existiendo, sigue sintiéndose cómoda en la oscuridad. “Ya tuvimos ese problema en el siglo XIII…”. En su primera encíclica —Deus caritas est (2005)—- Benedicto XVI citaba una frase de San Agustín que ahora suena profética:
—”Sin justicia, ¿qué son los reinos sino una gran banda de ladrones?”
¿Cuervos en el Vaticano? ¿Maledicencia y cuentas pendientes
solventadas en los medios de comunicación? Peccata minuta frente al
historial de escándalos del Estado pontificio, un territorio de apenas
medio kilómetro cuadrado donde las luchas de poder y la ambición sin
límites han creado un microclima insano durante siglos.
No hay que retrotraerse a los tiempos de los Borgia (convertidos con fama de envenenadores en chivos expiatorios de toda la depravación del Renacimiento italiano), para encontrar episodios sombríos en este supuesto centro de la espiritualidad cristiana. El 28 de septiembre de 1978 moría a los 65 años Juan Pablo I, el italiano Albino Luciani, a los 33 días de ser elegido Papa. Oficialmente, murió de un infarto, pero el cadáver de un pontífice no es sometido nunca a autopsia.
Las teorías conspirativas se dispararon, hasta alcanzar al obispo Paul Marcinkus, responsable entonces del IOR (Instituto de Obras de Religión), la banca vaticana. ¿Se había negado Juan Pablo I a tapar el escándalo que sobrevolaba las finanzas vaticanas? Los datos que se conocen hacen poco plausible esta hipótesis, pero es cierto que Marcinkus, un fornido prelado estadounidense, de origen lituano, que se había convertido en la sombra de Pablo VI, tenía motivos para lamentar la muerte de este.
Su relación con Michele Sindona, un banquero ligado a la Mafia, desató las sospechas sobre el manejo de dinero ilícito procedente de Estados Unidos. El escándalo estalló en 1982, con la bancarrota fraudulenta del Banco Ambrosiano, una institución católica de la que el Banco Vaticano era principal accionista.
La Santa Sede aceptó pagar millones de dólares en compensaciones a entidades extranjeras afectadas por el hundimiento del Ambrosiano. Roberto Calvi, presidente del banco, y Sindona, optaron, supuestamente, por suicidarse. Marcinkus encontró, sin embargo, la protección de Juan Pablo II, sucesor del papa Luciani, que lo mantuvo en el cargo hasta 1989.
Un año antes de que se consumara la bancarrota del Ambrosiano, el Papa polaco sufrió un atentado gravísimo, que las sucesivas investigaciones judiciales, y el posterior juicio no han logrado esclarecer del todo. Otro tanto puede decirse del asesinato, a manos de uno de los guardias suizos, del comandante de esta histórica tropa papal, Alois Estermann, el mismo día en que era confirmado en su puesto, en mayo de 1998.
El Vaticano manejó mejor este asunto explosivo, pero tampoco logró evitar la gigantesca rumorología en torno a él. Eran años en los que Juan Pablo II viajaba por el mundo y recibía en el Vaticano, como a un amigo personal, al sacerdote Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, una comunidad de religiosos con enorme desarrollo y predicamento en México y otros países.
Maciel era un personaje influyente en los palacios vaticanos y uno de los más queridos colaboradores del Papa. Con gran discreción, aportaba dinero a las arcas, siempre exhaustas, de la Iglesia, y llenaba con multitudes las ceremonias religiosas presididas por Wojtyla. Pero la conducta del mexicano estaba ya en boca de todo el mundo.
Numerosas denuncias de exlegionarios lo describían como un sujeto cínico y amoral, y un pedófilo desatado. Juan Pablo II se resistió hasta su muerte, en la primavera de 2005, a que se tomaran medidas contra Maciel, que abandonó un año antes su puesto al frente de los legionarios, y murió en 2008, con 89 años, sin ser molestado por nadie. Joseph Ratzinger, que sucedió a Wojtyla al frente de la Iglesia con la promesa de acabar con la corrupción interna, archivó la investigación sobre Maciel. Pero a la muerte del fundador quedó claro su historial sexual de un depravado sin atenuantes.
George Gänswein es alemán, tiene 57 años, 1.80 de estatura, cuerpo de atleta, pelo rubio, ojos claros. Desde hace nueve años es el secretario personal de Joseph Ratzinger y, desde hace algunos meses, su único antídoto contra el aire envenenado del Vaticano. Un día no muy lejano, a su número de fax —al alcance de muy pocos— llegó una carta muy comprometedora dirigida al Papa.
Después de que Benedicto XVI la leyese, monseñor Gänswein decidió guardarla en su pequeña oficina situada dentro del apartamento papal. No convenía que aquella misiva anduviese danzando por un Vaticano convertido en campo de batalla. Por eso, cuando el padre George la vio publicada en un libro junto a decenas de documentos secretos, supo enseguida que el traidor, el cuervo, el topo, tenía que ser alguien muy cercano. Alguien de la familia.
Así se les llama intramuros. La familia pontificia. La familia del Papa. Los habitantes del Apartamento —así, con A mayúscula, lo escriben en el Vaticano—en el que Joseph Ratzinger, más casero que su antecesor, el muy viajero Karol Wojtila, pasa la mayor parte del día.
Además del padre George y del otro secretario, el sacerdote maltés Alfred Xuereb, “la familia del Papa” está compuesta por cuatro laicas consagradas —Carmela, Loredana, Cristina y Rosella—, una monja que le ayuda en los trabajos de estudio y escritura, sor Birgit Wansing, y un asistente de cámara, Paolo Gabriele, su fiel Paoletto, el primero que desde hace seis años le da los buenos días, lo ayuda a vestirse y a celebrar la misa, lo acompaña en todas las audiencias públicas y privadas, le sirve el café del desayuno, el vino de la comida y la infusión de la tarde, lo acompaña en sus paseos por el jardín de la azotea y, al caer la noche, le ayuda a desvestirse para irse a la cama.
Los cardenales acusan al secretario de Estado de ambición desmedida y de dejarse influir por “ambientes masónicos”
La noche del martes 22 de mayo es la última que Paolo Gabriel, de 46 años, casado y con tres hijos, en posesión de la doble ciudadanía italiana y vaticana, acompaña al Papa. Al día siguiente, la Gendarmería del Vaticano se presenta en su casa de Vía de Porta Angelica, sobre el mismo muro que separa los dos Estados, y lo detiene.
El secreto se mantiene dos días. El viernes 25, la noticia se filtra: detenido el mayordomo del Papa por desvelar y difundir documentos secretos. Los periodistas buscan imágenes del cuervo o traidor. No les resulta difícil encontrarlas. Basta con mirar las fotos del papamóvil. Junto al chófer, siempre con gesto serio, aparece Paolo Gabriel. Detrás, de pie, impartiendo bendiciones, el Papa, y en el último asiento, sonriente, el padre George…
Según una carta secreta, Benedicto XVI está dejando todo atado para que su sucesor sea el arzobispo de Milán
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, el padre George no ha tenido más remedio que desempeñar un papel más delicado: el de pasadizo secreto para ver al Papa. A sus 85 años, Benedicto XVI vive aislado en su apartamento, acorralado por las luchas entre los cardenales que tratan de ganar poder antes de la celebración del próximo cónclave. Ratzinger es un hombre anciano y enfermo, pero sobre todo es un hombre solo.
Su viejo amigo y teórica mano derecha, Tarcisio Bertone, el secretario de Estado del Vaticano, se ha ido alejando de él y, al tiempo, se ha convertido en el enemigo a batir por el resto de los cardenales italianos. Lo acusan de una ambición desmedida, de relaciones peligrosas con los poderes fuertes italianos, incluso de dejarse influir por “ambientes masónicos”.
El Papa, que en los últimos tiempos ha observado con tristeza cómo el cardenal Bertone ha despedido o enviado al exilio a algunos de sus colaboradores más queridos, siempre responde con la misma frase a quien le aconseja cambiar de secretario de Estado: “Ya soy un Papa viejo…”. Trata de obtener una tregua, pero el resultado es el contrario.
La lucha es cada vez más encarnizada. Bertone se radicaliza y sus enemigos tampoco descansan. Sentado junto al fax del Apartamento, el padre George sigue recibiendo cartas espeluznantes dirigidas a Benedicto XVI.
Joseph Ratzinger no se parece en nada a Karol Wojtila. Bien es cierto que los unía una gran amistad y que Juan Pablo II se apoyó en el cardenal alemán hasta su muerte. El polaco era luminoso, cordial, infatigable. Se pasaba el día estrechando manos, sonriendo, recorriendo el mundo.
Hasta el punto que, todavía hoy, cuando uno pasea por el centro de Roma, da la impresión de que el Papa sigue siendo el polaco, porque son sus postales las más presentes, las que más se venden. No era difícil, por tanto, hablar con Juan Pablo II, hacerle pasar un mensaje. A Benedicto XVI, en cambio, no le apasionan las relaciones humanas. Es tímido, aunque cordial, concienzudo, paciente, amante de la lectura, más pendiente de los asuntos del cielo que de los de la tierra.
De hecho, solo algunos cardenales escogidos —Ruini, Scola, Bagnasco— han logrado mostrarle personalmente su opinión desfavorable a Bertone. Sucedió hace un año, durante un almuerzo en el palacio de Castel Gandolfo, la residencia veraniega del Papa. El resto se tiene que conformar con utilizar un canal. El del fax del padre George Gaenswein…
Los cargos financieros están en manos italianas, pese a que los norteamericanos son los mayores contribuyentes
Un canal que, desde el pasado verano, deja de ser seguro. El primer golpe llega con la divulgación, a través de un programa de televisión, de una carta del arzobispo Carlo Maria Viganò, actual nuncio en Estados Unidos, en la que le cuenta al Papa diversos casos de corrupción dentro del Vaticano y le pide no ser removido de su cargo como secretario general del Governatorato —el departamento que se encarga de licitaciones y abastecimientos—. Viganò, sin embargo, es enviado lejos de Roma por el secretario de Estado, Tarcisio Bertone. Distintas fuentes aseguran que el Papa llegó a llorar con aquella decisión, pero no se atrevió a contradecir a Bertone.
La segunda filtración destapa un supuesto compló para matar al Pontífice. Se trata de una carta muy reciente enviada a Benedicto XVI por el cardenal colombiano Darío Castrillón Hoyos en la que le cuenta que el cardenal italiano Paolo Romeo, arzobispo de Palermo (Sicilia), acaba de realizar un viaje a China durante el cual habría comentado: “El Papa morirá en 12 meses”. Pero no solo eso.
Según la carta del obispo colombiano, escrita en alemán y bajo el sello de “estrictamente confidencial”, el arzobispo de Palermo se ha despachado a gusto en el país asiático contando supuestos secretos del Vaticano tales como que el Papa y su número dos, Tarcisio Bertone, se llevan a matar y que Benedicto XVI está dejando todo atado y bien atado para que su sucesor al frente de la Iglesia sea el actual arzobispo de Milán, el cardenal Angelo Scola.
Aquellas filtraciones de documentos, aunque todavía con cuentagotas, conmocionan al Vaticano. Su portavoz, el padre Federico Lombardi, llega a admitir que la Iglesia está sufriendo su particular Vaticanleaks. L'Osservatore romano publica un editorial en el que se describe la situación de Benedicto XVI: un pastor rodeado por lobos.
Paolo Gabriele, mientras tanto, sigue llegando cada día a las seis de la mañana al Apartamento para despertar al Papa. Es un privilegiado. Todos los trabajadores del Vaticano lo son. No ganan un gran sueldo, pero forman parte de la plantilla de una empresa con 20 siglos de antigüedad, que difícilmente irá a la quiebra, con prestigio social en la ciudad de Roma y una serie de ventajas —vivienda dentro de las 40 hectáreas del Vaticano, gasolina muy barata— que en la mayoría de los casos heredan sus hijos.
La tormenta que esos días —finales de 2011— azota a la Iglesia amainará. Como siempre por los siglos de los siglos. Hay una anécdota muy representativa. Hace unos años, un periodista español le preguntó a un cardenal por un conflicto en el seno de la Iglesia. El purpurado, muy serio, inició así su respuesta: “Ya tuvimos ese problema en el siglo XIII…”.
La Banca del Vaticano está siendo sometida a una investigación por supuesta violación de normas antiblanqueo
Tanto
los apellidos que ilustran esta historia de intrigas y golpes bajos como
las armas elegidas para el duelo tienen denominación de origen.
“Un típico juego italiano”, lo califican algunos medios de información. Hay, además, una razón de peso para que sea así. La silla de Pedro lleva siendo ocupada por un extranjero desde 1978. A un Papa polaco (Juan Pablo II, desde 1978 a 2005) lo sucedió un Papa alemán (Benedicto XVI, desde entonces a hoy) y, si los cardenales italianos menores de 80 años —los únicos que pueden participar en el cónclave— no andan espabilados, pueden perder una oportunidad de oro.
A día de hoy, los purpurados electores son 122. Italianos, 30 (menos de un cuarto), estadounidenses, 11, y alemanes, 6. Si cuando Joseph Ratzinger muera, o dimita, no le sucede un italiano, la próxima vez será más difícil.
Antes incluso del escándalo, ya era patente el excesivo peso de la
Iglesia italiana en el Vaticano.
Prácticamente todos los cargos de responsabilidad relacionados con las finanzas están en manos italianas, aunque sean norteamericanos y alemanes los mayores contribuyentes. De igual forma, aunque América, Asia y África sean ya más el presente que el futuro de la Iglesia católica, en el último consistorio, celebrado el 18 de febrero pasado, no fue nombrado cardenal ningún africano y solo un latinoamericano. Hace unos días, un alto representante del Vaticano manifestaba su contrariedad: “En América Latina está ya el 47% de los católicos del mundo.
Allí las iglesias están llenas y en Europa vacías, pero al Vaticano les sigue costando mucho nombrar cardenales que no sean europeos…”. Miloslav Vlk, cardenal de Praga y portavoz de la Iglesia Internacional, lo dice sin tapujos: “Tal vez hemos perdido el impulso que nos dio Pablo VI y Juan Pablo II y luego recogido por Benedicto XVI: una Iglesia que se abra al mundo, un colegio cardenalicio y una Curia más internacional y por tanto más capaz de escuchar las voces y recoger la energía que llegan también de lejos”.
La detención del mayordomo se produce unas horas después de otro hecho muy grave. El despido fulminante de Ettore Gotti Tedeschi, presidente del Instituto para las Obras de Religión (IOR), conocido como el Banco Vaticano. La primera explicación habla de “irregularidades en su gestión”, pero enseguida el tono va subiendo hasta llegar casi al linchamiento. La primera explicación oficial achaca al economista, de 67 años, “no haber desarrollado funciones de primera importancia para su cargo”.
Lo cierto es que la Banca del Vaticano está siendo sometida desde el pasado septiembre a una investigación judicial por supuesta violación de las normas contra el blanqueo de capitales. Además de a Gotti Tedeschi —presidente también del Santander Consumer Bank, la filial italiana del Banco Santander—, la fiscalía investiga al director general del IOR, Paolo Cipriani.
El directivo depurado se muestra enfurecido en sus declaraciones a la prensa: “Prefiero no hablar. Si lo hiciera, solo diría palabras feas. Me debato entre el ansia de explicar la verdad y no querer turbar al Santo Padre con tales explicaciones”. Tedeschi es de los pocos que guarda fidelidad al Papa. De hecho, fue el propio Joseph Ratzinger quien se lo recomendó a Bertone. Eran más que viejos amigos. El economista, miembro del Opus Dei, había colaborado con el Papa en la encíclica Caritas in veritate.
Ahora la colaboración que le pedía era más terrenal y, por tanto, más difícil: rescatar de las manos del demonio las cuentas de Dios. Limpiar el Banco del Vaticano. Bertone y Tedeschi chocan. Trasciende que desde hace tiempo no se hablan. El economista amigo del Papa amenaza con dimitir. El secretario de Estado se le adelanta. Lo despide. Pero no se contenta con eso. En plena guerra de filtraciones, aparece un documento en el que se vapulea al ya ex presidente…
Como es habitual en los asuntos que conciernen al Vaticano, jamás se sabrá quién es el cuervo vestido de púrpura
Las voces anónimas confirman lo que ya se sabía —el Vaticano es desde hace meses un campo de batalla entre distintas facciones que luchan por el poder—, pero sus teóricas intenciones son difíciles de creer. Tan increíbles como algunos de los detalles de la operación: al frente estaría una mujer y la tropa estaría formada por una pléyade de vengadores, desde cardenales a mayordomos, incluido un pirata informático. Su principal objetivo: proteger al Papa de Tarcisio Bertone.
Después de muchos días en silencio, el Papa habla. Pero no dice nada. Se remonta 20 siglos atrás para recordar que Jesús también fue traicionado. Acusa a los medios de comunicación de magnificar el problema y confirma a todos sus colaboradores —Tarcisio Bertone incluido— en sus puestos. Los muros del Vaticano se cierran aún más.
El misterio, siempre presente en las historias religiosas y laicas de Roma, lo envuelve todo. ¿Ha hablado ya Paoletto? ¿Ha dicho si robó la correspondencia del Papa por su cuenta o por encargo? Tal vez sea el padre George, sentado junto a su fax, el único que sabe la verdad, tal vez el único que cumple su función de proteger al Papa. O tal vez no. Si en algo coinciden creyentes y descreídos de un lado y otro del Tíber es que, como es habitual en los asuntos que conciernen al Vaticano, jamás se sabrá la verdad.
Nunca se conocerá el verdadero jefe de Paolo Gabriele, la identidad del cuervo vestido de púrpura. La Iglesia católica, que necesita de la fe para seguir existiendo, sigue sintiéndose cómoda en la oscuridad. “Ya tuvimos ese problema en el siglo XIII…”. En su primera encíclica —Deus caritas est (2005)—- Benedicto XVI citaba una frase de San Agustín que ahora suena profética:
—”Sin justicia, ¿qué son los reinos sino una gran banda de ladrones?”
Del veneno de los Borgia al pederasta Maciel
No hay que retrotraerse a los tiempos de los Borgia (convertidos con fama de envenenadores en chivos expiatorios de toda la depravación del Renacimiento italiano), para encontrar episodios sombríos en este supuesto centro de la espiritualidad cristiana. El 28 de septiembre de 1978 moría a los 65 años Juan Pablo I, el italiano Albino Luciani, a los 33 días de ser elegido Papa. Oficialmente, murió de un infarto, pero el cadáver de un pontífice no es sometido nunca a autopsia.
Las teorías conspirativas se dispararon, hasta alcanzar al obispo Paul Marcinkus, responsable entonces del IOR (Instituto de Obras de Religión), la banca vaticana. ¿Se había negado Juan Pablo I a tapar el escándalo que sobrevolaba las finanzas vaticanas? Los datos que se conocen hacen poco plausible esta hipótesis, pero es cierto que Marcinkus, un fornido prelado estadounidense, de origen lituano, que se había convertido en la sombra de Pablo VI, tenía motivos para lamentar la muerte de este.
Su relación con Michele Sindona, un banquero ligado a la Mafia, desató las sospechas sobre el manejo de dinero ilícito procedente de Estados Unidos. El escándalo estalló en 1982, con la bancarrota fraudulenta del Banco Ambrosiano, una institución católica de la que el Banco Vaticano era principal accionista.
La Santa Sede aceptó pagar millones de dólares en compensaciones a entidades extranjeras afectadas por el hundimiento del Ambrosiano. Roberto Calvi, presidente del banco, y Sindona, optaron, supuestamente, por suicidarse. Marcinkus encontró, sin embargo, la protección de Juan Pablo II, sucesor del papa Luciani, que lo mantuvo en el cargo hasta 1989.
Un año antes de que se consumara la bancarrota del Ambrosiano, el Papa polaco sufrió un atentado gravísimo, que las sucesivas investigaciones judiciales, y el posterior juicio no han logrado esclarecer del todo. Otro tanto puede decirse del asesinato, a manos de uno de los guardias suizos, del comandante de esta histórica tropa papal, Alois Estermann, el mismo día en que era confirmado en su puesto, en mayo de 1998.
El Vaticano manejó mejor este asunto explosivo, pero tampoco logró evitar la gigantesca rumorología en torno a él. Eran años en los que Juan Pablo II viajaba por el mundo y recibía en el Vaticano, como a un amigo personal, al sacerdote Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, una comunidad de religiosos con enorme desarrollo y predicamento en México y otros países.
Maciel era un personaje influyente en los palacios vaticanos y uno de los más queridos colaboradores del Papa. Con gran discreción, aportaba dinero a las arcas, siempre exhaustas, de la Iglesia, y llenaba con multitudes las ceremonias religiosas presididas por Wojtyla. Pero la conducta del mexicano estaba ya en boca de todo el mundo.
Numerosas denuncias de exlegionarios lo describían como un sujeto cínico y amoral, y un pedófilo desatado. Juan Pablo II se resistió hasta su muerte, en la primavera de 2005, a que se tomaran medidas contra Maciel, que abandonó un año antes su puesto al frente de los legionarios, y murió en 2008, con 89 años, sin ser molestado por nadie. Joseph Ratzinger, que sucedió a Wojtyla al frente de la Iglesia con la promesa de acabar con la corrupción interna, archivó la investigación sobre Maciel. Pero a la muerte del fundador quedó claro su historial sexual de un depravado sin atenuantes.
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