Una Europa en crisis mira a la Eurocopa, que arranca el próximo viernes.
Una vez superado su desprestigio intelectual, el fútbol coloniza las mesas de novedades Mientras el deporte exhibe grandes ídolos, la literatura retrata la miseria de sus actores
¿De qué hablamos cuando hablamos de fútbol? Podemos hablar del juego,
evidentemente. De tal finta, o tal combinación, o tal posición
irregular. Pero eso no da para mucho. Lo habitual es hablar de lo que
envuelve el fútbol y le da significado.
Es lo que ocurre con la
literatura futbolística, que tiende a prescindir de lo obvio, es decir,
del balón, y prefiere explorar la pasión de quienes lo manejan y de
quienes extraen de él su felicidad o su miseria. Si el futbolista es el
gran héroe contemporáneo, cosa que se puede lamentar pero resulta
difícil discutir, para el trabajo literario hay pocos materiales más
atractivos que los que ofrece el héroe trágico del fútbol.
Cuando se escribe sobre fútbol se escribe sobre personas. Sobre los
héroes de la cancha, mimados y zarandeados, adorados y vilipendiados,
sometidos a presiones tan brutales como absurdas, y sobre la masa
anónima de la grada, que vuelca en el deporte pulsiones complejísimas:
desde la voluntad de pertenencia a la sublimación de la propia
existencia a través de héroes en calzón corto.
Se puede hacer buena
literatura con una jugada o un gol, y la hacen semanalmente los mejores
cronistas deportivos, pero se trata de argumentos con poco recorrido.
Incluso los cronistas deportivos recurren a la personalización: la
tentación es irresistible.
La dificultad de conjugar juego y literatura tiene un perfecto ejemplo en el cuento 19 de diciembre de 1971, de Roberto Fontanarrosa,
una de las cumbres de la literatura futbolística. El cuento se refiere a
una semifinal que en tal fecha disputaron en Buenos Aires Central y
Newell’s, los dos equipos de Rosario (Argentina), y que por diversos
motivos tuvo un enorme impacto.
En el partido hubo solo un gol, de
trascendencia histórica para miles de rosarinos. Pero el Negro Fontanarrosa prefirió olvidar ese lance y fabular de forma periférica sobre la peripecia de unos hinchas canallas, como se apoda a los de Central, y de la tragedia (o éxtasis definitivo) de un viejo apasionado canalla con problemas cardiacos.
El gol, en cambio, tuvo su propio recorrido cultural por vías
protoliterarias. Como en las representaciones litúrgicas del teatro
medieval, cada 19 de diciembre los canallas escenifican en
diversas ciudades del mundo “la palomita de Poy”, el gol que decidió el
partido. A veces ha sido el propio Poy quien ha realizado el testarazo
estelar en la función. Si no está Poy, vale cualquiera.
Igual que la
consagración en el Medievo, el gol adquiere la categoría de inefable: es
lo que es y se puede evocar, pero no reconstruir con palabras, porque
mengua.
El cuento ‘19 de diciembre de 1971’, de Fontanarrosa, es una de las cumbres de la literatura futbolística.
Entre los muchos héroes trágicos que el fútbol ha prestado a la
literatura, y en medida menos relevante a otras artes, el más destacado
es sin duda Abdón Porte.
Sobre él escribió Horacio Quiroga el cuento Juan Polti. Eduardo Galeano relató su historia en Muerte en la cancha, uno de los capítulos de su clásico El fútbol a sol y sombra. La pieza más reciente, hasta donde sabe el cronista, es Abdón en polvo convertido, de Manuel Jabois. No será la última.
Abdón Porte, uruguayo de Libertad, fue mediocentro y capitán del
Nacional de Montevideo hasta 1917. Al concluir la temporada de ese año,
los directivos del club le comunicaron que habían fichado a Alfredo
Zibechi para sustituirle y que preferían que se quedara en el banquillo
como suplente, con la idea de que poco a poco pasara a desempeñar una
función que apenas existía por entonces, la de entrenador. Porte recibió
la noticia tras el partido de la última jornada, frente al Charley.
No
hizo comentarios. Fue con sus compañeros a celebrar la victoria, 3-1, y
hacia medianoche regresó al Parque Central, el estadio de Nacional. No
se sabe cuántos años tenía Abdón esa noche porque se ignora su fecha de
nacimiento. Debía tener menos de 30. Abdón caminó sobre la hierba hasta
el círculo central, empuñó una pistola y se disparó al corazón.
Abdón no se mató por quedarse sin fútbol. Podía haber jugado en otro
club. Abdón se mató porque no soportaba la idea de no vestir nunca más
la camiseta de Nacional, su gran amor. Sobre su cadáver se halló una
nota en verso dedicada a Nacional: “Aunque en polvo convertido, y en
polvo siempre amante, no olvidaré un instante lo mucho que te he
querido”.
Los otros grandes personajes trágicos del fútbol han tenido un final
más lento y encarnan al héroe que, privado del balón, del aliento de las
gradas y de la condición semidivina que caracteriza al jugador en
activo, muere de pena y de tedio. Ese fue el caso de Manuel Francisco
dos Santos, Garrincha (1933-1983), un mestizo con los pies
girados, una pierna más larga que otra y la columna vertebral torcida.
Según el psicólogo de la selección brasileña, Garrincha era “un débil
mental incapaz de comprender el fútbol”.
Ciertamente, el mejor extremo
derecho de todos los tiempos nunca llegó a captar los mecanismos de
puntuación en la liga ni entendió que tras una final no se disputara
encuentro de vuelta. Solo sabía jugar. Después de retirarse, Garrincha,
fumador y alcohólico desde los 10 años, se dejó morir. Duró hasta los
50.
Similares, aunque no tan desoladores, fueron los casos de George
Best, el mágico extremo norirlandés del Manchester United en los
sesenta, fallecido en 2005 poco después de un trasplante de hígado, o de
Paul Gascoigne, el futbolista inglés más exquisito de los noventa, que
sobrevive aún, a los 46 años, pese a úlceras, trastornos cardiacos y
hepáticos, problemas psicológicos, peleas y algún intento de suicidio.
La de Adriano Leite Ribeiro (Río de Janeiro, 1982) es una historia
distinta. Adriano no esperó a retirarse para hundirse.
Era la estrella
del Inter de Milán, un gigante capaz de hacer diabluras con el balón,
cuando a los 25 años murió su padre. Él debió morir también un poco,
porque desde ese momento solo pensó en volver a Brasil. No para jugar,
sino para encerrarse en su favela natal con sus amigos de infancia,
convertidos en distribuidores de droga, y anestesiarse con cerveza y
cocaína. Es lo que viene haciendo últimamente, con algunas pausas en las
que ficha por un equipo y trata, sin éxito, de recuperar el fútbol.
¿Qué decir de René Houseman?
El mejor extremo derecho del fútbol argentino llegó a jugar ebrio, con
Huracán, un partido contra River Plate. Apareció tambaleándose por el
vestuario poco antes de iniciarse el encuentro, pero aun así le
alinearon. Él mismo contó, años más tarde, lo que ocurrió sobre el
césped a cuatro minutos del final y con empate a cero: “Parece que fui a
buscar una pelota, procedente de un pase de Russo.
Avanzando de derecha
a izquierda en diagonal eludí a uno, la tiré larga entre los dos
defensores centrales y cuando desde el arco me salió Fillol en el mano a
mano amagué, lo eludí y la crucé suavemente con la pierna derecha.
Modestamente, un golazo. Dicen que me quedé tirado en el suelo,
riéndome. Tras eso me hice el lesionado, pedí el cambio y me fui a
dormir a mi casa. Comentan que la gente, ignorando mi estado, me
despidió con el cántico tradicional: Y chupe, y chupe, y chupe, no deje
de chupar, el Loco es lo más grande del fútbol nacional”.
Houseman vagabundea ahora por su barrio, flaco, pobre y simpático, en lucha permanente contra el alcohol.
Brian Clough nunca marcó un gol borracho porque sus demonios
interiores y su alcoholismo despertaron cuando se retiró como futbolista
y empezó a entrenar. El drama personal de Clough está contado en dos
libros, Provided you don’t kiss me (Con tal de que no me beses), de Duncan Hamilton, y The Damned United,
de David Peace, trasladado al cine en 2009.
Socialista, donante de
fondos a los mineros en huelga, presidente de la Liga Antinazi,
entrañable o insufrible según los momentos, Brian Clough es considerado
uno de los mejores técnicos de la historia del fútbol inglés. Tuvo éxito
desde que dio los primeros pasos como entrenador, pero pese a ello no
soportó la presión. Mantenía una lucha permanente contra el mundo.
Durante la temporada 1992-1993, la última con el Nottingham Forest, al
que había hecho ganar todos los títulos posibles, ofreció un espectáculo
deprimente. Tenía el rostro hinchado, la nariz bulbosa, los ojos
vidriosos. Hablaba con dificultad. Sufría una borrachera inacabable. El
Forest bajó y Clough fue despedido. En 2003 se sometió a un trasplante
de hígado. Murió al año siguiente, de un cáncer de estómago.
A veces no es la presión del propio fútbol la que provoca tragedias,
sino presiones peores. Como las que sufrió Matthias Sindelar, el mejor
jugador nacido en Austria. Sindelar, apodado Mozart por su
talento y de origen judío, no aceptó la anexión de su país al Reich
alemán en 1938 ni soportó el régimen nazi.
El 3 de abril de ese año se
disputó un amistoso entre las selecciones de Alemania y Austria antes de
que ambas se fundieran en una sola, y Sindelar, que se negó a saludar
brazo en alto, humilló a sus adversarios: primero, rematando
intencionadamente fuera los balones que le llegaban; luego, driblando
una y otra vez y llevando a su equipo a la victoria. No se lo
perdonaron.
Tuvo que abandonar el fútbol y fue sometido a continuas
investigaciones policiales. Un año después, su cadáver y el de su novia
fueron encontrados en la casa vienesa que compartían. Oficialmente,
murió por un escape de gas. Pero siempre se ha especulado con un
suicidio, o incluso con la hipótesis de un asesinato cometido por la
Gestapo.
Luego, caso aparte, está lo de Diego Armando Maradona, una comedia
trágica, o una tragedia humorística, que constituye en sí misma un
género literario. Jorge Valdano suele decir que Maradona es objeto en
Argentina de la misma veneración que mitos como Evita Perón, Carlos
Gardel o Ernesto Che Guevara, con la diferencia de que él sigue
vivo.
Maradona ha resistido años de adicción a la cocaína y ha llegado a
estar al borde de la muerte, pero, como en la cancha, ha tenido algo
que no han tenido otros. Y ha logrado escapar.
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