Las presidenciales miden el desgaste de Sarkozy, pero también el malestar con la Unión Europea, la potencia del cambio de Hollande y las soluciones extremistas
Más de 44 millones de franceses están llamados a las urnas hoy para decidir la primera vuelta de las elecciones presidenciales
(la segunda se votará el 6 de mayo). Tras una campaña muy
francofrancesa, centrada en torno a los asuntos nacionales, las décimas
presidenciales de la Quinta República se anuncian cruciales para el
futuro de 500 millones de europeos.
Quizá nunca como hoy, la Unión Europea, y especialmente los endeudados y sufridores países del otrora lujoso Club Med, se hayan jugado tanto en unos comicios nacionales como en esta cita que afrontan, entre la ilusión del cambio de la izquierda, el miedo de la derecha a perder y una notable confusión ideológica, los ciudadanos de la República Francesa. Los colegios han abierto a las ocho de la mañana y permanecerán abiertos durante 12 horas.
Los sondeos predicen que el socialista François Hollande y el presidente saliente, Nicolas Sarkozy, saldrán vencedores de la primera tanda, a la que concurren 10 candidatos. Cinco de ellos con estimaciones de voto superiores al 10%.
Y las encuestas pronostican que el desempate entre los dos favoritos se zanjará con una clara derrota del hiperactivo cachorro de la derecha francesa que llegó al poder prometiendo la ruptura con el pasado y el regreso de la grandeur, pero que acabó su mandato proyectando una imagen más parecida a la del mariscal Pétain que a la de un reformista del siglo XXI: lanzando proclamas xenófobas, llamando a cerrar las fronteras y aceptando de forma sumisa los recortes de soberanía y bienestar impuestos por Berlín.
"La elección del próximo presidente no es una elección nacional, es una elección que va a tener peso en el curso de Europa", ha dicho Hollande a los periodistas, tras votar en un colegio electoral en su feudeo de Tulle (Corrèze, centro del país). El candidato socialista ha vaticinado que será una jornada larga. También ha votado Sarkozy, en el XVI distrito de París, acompañado de su esposa, Carla Bruni. A mediodía ya han ejercido su voto los otro ocho candidatos aspirantes a la presidencia francesa.
Hasta las 12 horas, la participación era de apenas del 28,29% y hace cinco años, a la misma hora fue del 31,21% casi tres puntos más. Los socialistas temen que la abstención -que algunos sondeos han calculado sobre el 25%-, pueda perjudicarles, porque históricamente las bases conservadoras suelen acudir a las urnas. Mientras, en 2002, la participación -a la misma hora- fue del 21%.
Muchos europeos creen, como ha dicho Felipe González esta semana, que “Merkel está llevando a la ruina a Europa” y que “el problema no son Italia o España, sino que el problema es Merkel”. Y confían en que una victoria de Hollande pueda abrir el camino hacia una nueva era. El problema es que la crisis y la gestión de Sarkozy han convertido a Francia en un segundón que ha perdido a ojos vista influencia y peso en la toma de decisiones europeas.
Pero hay algo peor: el auge del egoísmo provinciano, eso que los británicos y el filósofo André Glucksmann, que en 2007 apoyó la elección de Sarkozy, han llamado “la pérdida de la realidad” francesa. Los europeos no debemos esperar gran cosa de esta Francia ensimismada, explica Glucksmann. “Nuestros políticos han dimitido y estamos como en la III República.
Entre 1934 y 1940, la derecha francesa y el Frente Popular decidieron que era mejor dejar hacer a Hitler y a Franco. Así se creían al abrigo de todo, y se puso de moda la canción Todo va bien, señora marquesa. Así andamos ahora. No queremos la globalización, nos da miedo hablar de Europa, estamos en el analfabetismo histórico. No se fíen mucho de Francia. Nos hemos confundido muchas veces, sobre todo cuando queremos tocar solos”.
Pese a todo, piensan los optimistas, París sigue siendo el segundo patrón de la zona euro y el quinto del mundo, y un triunfo socialista movería las fichas de un tablero abrumadoramente dominado por la derecha, con 23 de los 27 países europeos en manos de los conservadores.
Los medios alemanes cuentan que Angela Merkel vive entre la angustia y la resignación esta inesperada fatalidad. Tener que cambiar de pareja en pleno baile y cuando solo queda año y medio para su reelección sería una lata. La canciller pasaría de tener en París un novio fiable y un portavoz colorista, a quedarse aislada y pendiente de los caprichos de Hollande, ese hereje que piensa que la austeridad y el control de la inflación no lo son todo en este valle de lágrimas.
El favorito ha anunciado ya que su primer viaje será a Berlín, y que llevará bajo el brazo su flamante carpeta europea, consensuada en parte con la oposición del SPD, que por cierto todavía debe prestar sus votos a Merkel para ratificar el tratado en el Parlamento alemán.
El plan H. es conocido: añadir al pacto fiscal un paquete de medidas de estímulo, solidaridad y gobierno político con un par de epígrafes que quitan el sueño a frau Merkel: los eurobonos, el cambio de rumbo del BCE para que preste directamente a los Estados y no a los bancos, y abrir de inmediato la senda de la recuperación. Si Alemania no aprueba estas modificaciones, recordó Hollande el viernes al cerrar su campaña, Francia no ratificará el pacto fiscal.
La ironía es que nadie sabe si en este momento Merkel prefiere que gane Sarkozy u Hollande. Su amigo, que ha ido siempre a remolque en la campaña, parece haberse convertido en otro desde que no se ven. Primero invitó a Merkel a sumarse a la cruzada, luego le dijo que no viniera al ver en los sondeos que sería contraproducente, y al final ha violado su pacto de silencio sobre el BCE al copiar la idea de Hollande y pedir que Mario Draghi trabaje por el crecimiento.
Sarkozy ha dicho que se retirará si pierde estas presidenciales. Sería un final triste y prematuro para el que ha sido quizá el gobernante europeo más protagónico, invasivo y pretencioso de los últimos tiempos. Simpático, e incluso tierno a veces, desagradable y desabrido casi siempre, pero poniendo el pecho y la muleta por delante, este raro cruce de animal político, trilero involuntario y abnegado vendedor de sí mismo ha tratado de cambiar en cinco años el rostro, los valores y la calma de un país y un gaullismo algo rancios y pasados de moda, pero que al menos agonizaban con dignidad.
Montado en el caballo loco del parvenu, con los modales rudos y las amistades peligrosas de un exjefe de la policía, su arrogancia mediática, un vocabulario de 500 palabras, la picardía de un traficante de alfombras y su imbatible mezcla de sinceridad y mitomanía, Sarkozy ha llegado a convencer al mundo de que era medio cuerpo del centauro llamado Merkozy, cuando como mucho era el palmero o la desinencia que necesitaba la canciller para poner vaselina al supositorio de la austeridad prescrito por los mandarines del Bundesbank y su filial del BCE.
En realidad, al 70% de los franceses el encantamiento con Sarko les duró apenas un día, lo que tardó el ganador de 2007 en olvidar su lema “trabajar más para ganar más” y ponerse a celebrar el triunfo electoral en la brasserie Fouquet’s, rodeado de los millonarios y las estrellas más revenidas del lugar, antes de irse unos días al yate Paloma para tratar de reconquistar a su esposa Cécilia.
Viaje a viaje, cumbre a cumbre, y salvamento a salvamento, Sarkozy fue pasando, como dice Philippe Ridet, en El presidente y yo, “de preadolescente a joven inmaduro”, hasta hacer creer a una parte del público que más o menos sabía lo que se hacía. Ahora el telón ha caído a plomo sobre sus errores y su balance.
En el haber: retraso de las pensiones (de 60 a 62 años); 150.000 funcionarios menos al no sustituir a uno de cada dos jubilados; reforma financiera de las universidades, ley para montar empresas sin trabas. En el debe: un millón más de parados, medio billón de deuda, pérdida de la triple A, regalos fiscales a las grandes fortunas, déficit comercial duplicado, sangría industrial, intento de destrucción de la Escuela Nacional, expulsiones ilegales de gitanos, dureza migratoria con miniresultados...
Su mantra electoral ha sido que Francia ha superado la crisis mucho mejor que España y Grecia. Pero casi nadie ha comprado ese producto: acabados los fuegos artificiales, Sarkozy ha sido cruelmente abandonado por muchos partidarios, incluso por su viejo patrón y antecesor, Jacques Chirac, que le ha devuelto todas las traiciones de golpe sin aparecer siquiera en escena.
Glucksmann explica que “la apuesta de Sarkozy por centrarse, como en 2007, en los temas de seguridad e inmigración para rascar votos a la ultraderecha ha cercenado la discusión sobre el papel que Francia debe jugar en el mundo”. Y Hollande ha preferido limitarse a recoger poco a poco el malestar que han generado el estilo y la gestión del presidente saliente.
Si no ha galvanizado, al menos ha convencido a muchos franceses de que su normalidad, su mensaje de unidad, su deseo de justicia social y su oferta de cambio tranquilo es justo lo que necesitan tras cinco años de torbellino, favoritismos y divisiones.
Algunos piensan que es un peligro que Hollande gane. Ahí están los mercados, los fondos y bancos de inversión que han creado la crisis, amenazándole como una mafia desde la prensa británica y advirtiendo de posibles accidentes para el 7 de mayo. Tampoco eso sería nuevo. Cuando ganó Mitterrand en 1981, la Bolsa de París bajó el 17% en un día.
Pero otros piensan —y probablemente presiden Gobiernos y votan a la derecha—, que Francia, y sobre todo Europa, necesitan con urgencia aire fresco, alguien de izquierdas que le diga algo razonable y de izquierdas a Merkel, algo parecido a basta ya de imponer este suicidio, basta de recortar en sanidad y educación, basta con esta agenda oculta de destrucción del Estado de bienestar camuflada bajo una sonrisa boba y un anuncio de apocalipsis.
La razón parece indicar que Europa necesita a Francia, y que Francia quizá será otra vez una Francia sólida y seria si deja atrás este breve, tóxico y personalista periodo acultural conocido como sarkozysmo. Si el país de las Luces consigue frenar el giro de tuerca ultranacionalista y xenófobo que Sarkozy ha defendido en los últimos tiempos, sería ya un avance.
El plebiscito empieza hoy, y todo parece anunciar que ha llegado la hora del cambio. Habrá que ver, primero, si Hollande gana, y luego, si podrá hacer creíble otra vez la voz de su país en Europa y en el mundo, y darle a esta deprimida y decadente unión un empujón político, democrático y de esperanza.
Dijo Hugo que cada vez que se construye una escuela se cierra una cárcel. Más o menos ese es el gigantesco reto que Hollande tiene sobre sus espaldas ahora que algunos cientos de millones de europeos esperan una señal de que no todo está perdido. Incluso Glucksmann confía en eso: “Europa no se romperá, es el único antídoto para los horrores que inventamos nosotros mismos”.
Quizá nunca como hoy, la Unión Europea, y especialmente los endeudados y sufridores países del otrora lujoso Club Med, se hayan jugado tanto en unos comicios nacionales como en esta cita que afrontan, entre la ilusión del cambio de la izquierda, el miedo de la derecha a perder y una notable confusión ideológica, los ciudadanos de la República Francesa. Los colegios han abierto a las ocho de la mañana y permanecerán abiertos durante 12 horas.
Los sondeos predicen que el socialista François Hollande y el presidente saliente, Nicolas Sarkozy, saldrán vencedores de la primera tanda, a la que concurren 10 candidatos. Cinco de ellos con estimaciones de voto superiores al 10%.
Y las encuestas pronostican que el desempate entre los dos favoritos se zanjará con una clara derrota del hiperactivo cachorro de la derecha francesa que llegó al poder prometiendo la ruptura con el pasado y el regreso de la grandeur, pero que acabó su mandato proyectando una imagen más parecida a la del mariscal Pétain que a la de un reformista del siglo XXI: lanzando proclamas xenófobas, llamando a cerrar las fronteras y aceptando de forma sumisa los recortes de soberanía y bienestar impuestos por Berlín.
"La elección del próximo presidente no es una elección nacional, es una elección que va a tener peso en el curso de Europa", ha dicho Hollande a los periodistas, tras votar en un colegio electoral en su feudeo de Tulle (Corrèze, centro del país). El candidato socialista ha vaticinado que será una jornada larga. También ha votado Sarkozy, en el XVI distrito de París, acompañado de su esposa, Carla Bruni. A mediodía ya han ejercido su voto los otro ocho candidatos aspirantes a la presidencia francesa.
Hasta las 12 horas, la participación era de apenas del 28,29% y hace cinco años, a la misma hora fue del 31,21% casi tres puntos más. Los socialistas temen que la abstención -que algunos sondeos han calculado sobre el 25%-, pueda perjudicarles, porque históricamente las bases conservadoras suelen acudir a las urnas. Mientras, en 2002, la participación -a la misma hora- fue del 21%.
Muchos europeos creen, como ha dicho Felipe González esta semana, que “Merkel está llevando a la ruina a Europa” y que “el problema no son Italia o España, sino que el problema es Merkel”. Y confían en que una victoria de Hollande pueda abrir el camino hacia una nueva era. El problema es que la crisis y la gestión de Sarkozy han convertido a Francia en un segundón que ha perdido a ojos vista influencia y peso en la toma de decisiones europeas.
Pero hay algo peor: el auge del egoísmo provinciano, eso que los británicos y el filósofo André Glucksmann, que en 2007 apoyó la elección de Sarkozy, han llamado “la pérdida de la realidad” francesa. Los europeos no debemos esperar gran cosa de esta Francia ensimismada, explica Glucksmann. “Nuestros políticos han dimitido y estamos como en la III República.
Entre 1934 y 1940, la derecha francesa y el Frente Popular decidieron que era mejor dejar hacer a Hitler y a Franco. Así se creían al abrigo de todo, y se puso de moda la canción Todo va bien, señora marquesa. Así andamos ahora. No queremos la globalización, nos da miedo hablar de Europa, estamos en el analfabetismo histórico. No se fíen mucho de Francia. Nos hemos confundido muchas veces, sobre todo cuando queremos tocar solos”.
Pese a todo, piensan los optimistas, París sigue siendo el segundo patrón de la zona euro y el quinto del mundo, y un triunfo socialista movería las fichas de un tablero abrumadoramente dominado por la derecha, con 23 de los 27 países europeos en manos de los conservadores.
Los medios alemanes cuentan que Angela Merkel vive entre la angustia y la resignación esta inesperada fatalidad. Tener que cambiar de pareja en pleno baile y cuando solo queda año y medio para su reelección sería una lata. La canciller pasaría de tener en París un novio fiable y un portavoz colorista, a quedarse aislada y pendiente de los caprichos de Hollande, ese hereje que piensa que la austeridad y el control de la inflación no lo son todo en este valle de lágrimas.
El favorito ha anunciado ya que su primer viaje será a Berlín, y que llevará bajo el brazo su flamante carpeta europea, consensuada en parte con la oposición del SPD, que por cierto todavía debe prestar sus votos a Merkel para ratificar el tratado en el Parlamento alemán.
El plan H. es conocido: añadir al pacto fiscal un paquete de medidas de estímulo, solidaridad y gobierno político con un par de epígrafes que quitan el sueño a frau Merkel: los eurobonos, el cambio de rumbo del BCE para que preste directamente a los Estados y no a los bancos, y abrir de inmediato la senda de la recuperación. Si Alemania no aprueba estas modificaciones, recordó Hollande el viernes al cerrar su campaña, Francia no ratificará el pacto fiscal.
La ironía es que nadie sabe si en este momento Merkel prefiere que gane Sarkozy u Hollande. Su amigo, que ha ido siempre a remolque en la campaña, parece haberse convertido en otro desde que no se ven. Primero invitó a Merkel a sumarse a la cruzada, luego le dijo que no viniera al ver en los sondeos que sería contraproducente, y al final ha violado su pacto de silencio sobre el BCE al copiar la idea de Hollande y pedir que Mario Draghi trabaje por el crecimiento.
Sarkozy ha dicho que se retirará si pierde estas presidenciales. Sería un final triste y prematuro para el que ha sido quizá el gobernante europeo más protagónico, invasivo y pretencioso de los últimos tiempos. Simpático, e incluso tierno a veces, desagradable y desabrido casi siempre, pero poniendo el pecho y la muleta por delante, este raro cruce de animal político, trilero involuntario y abnegado vendedor de sí mismo ha tratado de cambiar en cinco años el rostro, los valores y la calma de un país y un gaullismo algo rancios y pasados de moda, pero que al menos agonizaban con dignidad.
Montado en el caballo loco del parvenu, con los modales rudos y las amistades peligrosas de un exjefe de la policía, su arrogancia mediática, un vocabulario de 500 palabras, la picardía de un traficante de alfombras y su imbatible mezcla de sinceridad y mitomanía, Sarkozy ha llegado a convencer al mundo de que era medio cuerpo del centauro llamado Merkozy, cuando como mucho era el palmero o la desinencia que necesitaba la canciller para poner vaselina al supositorio de la austeridad prescrito por los mandarines del Bundesbank y su filial del BCE.
En realidad, al 70% de los franceses el encantamiento con Sarko les duró apenas un día, lo que tardó el ganador de 2007 en olvidar su lema “trabajar más para ganar más” y ponerse a celebrar el triunfo electoral en la brasserie Fouquet’s, rodeado de los millonarios y las estrellas más revenidas del lugar, antes de irse unos días al yate Paloma para tratar de reconquistar a su esposa Cécilia.
Viaje a viaje, cumbre a cumbre, y salvamento a salvamento, Sarkozy fue pasando, como dice Philippe Ridet, en El presidente y yo, “de preadolescente a joven inmaduro”, hasta hacer creer a una parte del público que más o menos sabía lo que se hacía. Ahora el telón ha caído a plomo sobre sus errores y su balance.
En el haber: retraso de las pensiones (de 60 a 62 años); 150.000 funcionarios menos al no sustituir a uno de cada dos jubilados; reforma financiera de las universidades, ley para montar empresas sin trabas. En el debe: un millón más de parados, medio billón de deuda, pérdida de la triple A, regalos fiscales a las grandes fortunas, déficit comercial duplicado, sangría industrial, intento de destrucción de la Escuela Nacional, expulsiones ilegales de gitanos, dureza migratoria con miniresultados...
Su mantra electoral ha sido que Francia ha superado la crisis mucho mejor que España y Grecia. Pero casi nadie ha comprado ese producto: acabados los fuegos artificiales, Sarkozy ha sido cruelmente abandonado por muchos partidarios, incluso por su viejo patrón y antecesor, Jacques Chirac, que le ha devuelto todas las traiciones de golpe sin aparecer siquiera en escena.
Glucksmann explica que “la apuesta de Sarkozy por centrarse, como en 2007, en los temas de seguridad e inmigración para rascar votos a la ultraderecha ha cercenado la discusión sobre el papel que Francia debe jugar en el mundo”. Y Hollande ha preferido limitarse a recoger poco a poco el malestar que han generado el estilo y la gestión del presidente saliente.
Si no ha galvanizado, al menos ha convencido a muchos franceses de que su normalidad, su mensaje de unidad, su deseo de justicia social y su oferta de cambio tranquilo es justo lo que necesitan tras cinco años de torbellino, favoritismos y divisiones.
Algunos piensan que es un peligro que Hollande gane. Ahí están los mercados, los fondos y bancos de inversión que han creado la crisis, amenazándole como una mafia desde la prensa británica y advirtiendo de posibles accidentes para el 7 de mayo. Tampoco eso sería nuevo. Cuando ganó Mitterrand en 1981, la Bolsa de París bajó el 17% en un día.
Pero otros piensan —y probablemente presiden Gobiernos y votan a la derecha—, que Francia, y sobre todo Europa, necesitan con urgencia aire fresco, alguien de izquierdas que le diga algo razonable y de izquierdas a Merkel, algo parecido a basta ya de imponer este suicidio, basta de recortar en sanidad y educación, basta con esta agenda oculta de destrucción del Estado de bienestar camuflada bajo una sonrisa boba y un anuncio de apocalipsis.
La razón parece indicar que Europa necesita a Francia, y que Francia quizá será otra vez una Francia sólida y seria si deja atrás este breve, tóxico y personalista periodo acultural conocido como sarkozysmo. Si el país de las Luces consigue frenar el giro de tuerca ultranacionalista y xenófobo que Sarkozy ha defendido en los últimos tiempos, sería ya un avance.
El plebiscito empieza hoy, y todo parece anunciar que ha llegado la hora del cambio. Habrá que ver, primero, si Hollande gana, y luego, si podrá hacer creíble otra vez la voz de su país en Europa y en el mundo, y darle a esta deprimida y decadente unión un empujón político, democrático y de esperanza.
Dijo Hugo que cada vez que se construye una escuela se cierra una cárcel. Más o menos ese es el gigantesco reto que Hollande tiene sobre sus espaldas ahora que algunos cientos de millones de europeos esperan una señal de que no todo está perdido. Incluso Glucksmann confía en eso: “Europa no se romperá, es el único antídoto para los horrores que inventamos nosotros mismos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario