miércoles, 18 de abril de 2012

Willem Dafoe y Antony, fieles a sí mismos en el Teatro Real




No soy asiduo a la ópera. De hecho, no he ido a ninguna. Pero, de repente, un día me vi tentado a visitar el madrileño Teatro Real. ¿Una visita de turismo? No, pero el hecho de que allí fueran a actuar juntos dos grandes (y no lo digo con segundas) de la música y del cine como Antony y Willem Dafoe, bajo la dirección del prestigioso Robert Wilson (al que los amantes del rock recordamos, sobre todo, por sus colaboraciones con Tom Waits en “The Black Rider” y “Woyzeck”), me dio la excusa perfecta para conocer por dentro el templo de la lírica capitalino.

“The Life and Death of Marina Abramovic” es un montaje que mezcla narración, danza, teatro y música con enfoque vanguardista para contar la tempestuosa vida de Marina Abramovic, una reconocida artista y “performer” serbia. Abramovic vive una terrible infancia y adolescencia, atrapada en los complejos y traumas que le causa una madre obsesivamente controladora y cruel, víctima de un alargado matrimonio fallido. 

Es este difícil comienzo vital el caldo de cultivo perfecto para explicar la omnipresencia del caos, la oscuridad y  la fascinación por la muerte, aunque también la exaltación del poder de la creatividad, en su obra. 

La primera parte del montaje, antes del descanso, se centra en los oscuros primeros años, para continuar, después de la pausa, repasando los múltiples acontecimientos de su vida en los últimos años. Tras marcharse de su país y obtener un gran  prestigio con su arte, se suceden alegrías y tristezas, la vida en definitiva, una vida que antes no tenía. El montaje concluye con la perspectiva de Abramovic sobre la muerte, esperada y concebida como un despertar.





La presencia de unos perros correteando sobre el escenario antes del comienzo ya dan una pista sobre lo que se va a presenciar no va a ser algo convencional. Dafoe, que ejerce de narrador, además de encarnar los breves papeles masculinos de la obra, es el hilo conductor de la obra, el aliado del, por momentos, confundido público; contando, año a año, los dispersos recuerdos de Abramovic, mientras que Antony, director musical de la obra, aparece de cuando en cuando para cantar pasajes musicales que embellecen y clarifican las diversas piezas que componen el montaje.

La poliédrica personalidad de Abramovic, cuyas rompedoras reflexiones y “recetas” sobre la vida y el arte también integran  el espectáculo, marcan el montaje ideado por Wilson, que claramente va de menos a más, con un comienzo excesivamente críptico y, tómenlo en su acepción más despectiva, “arty”, aunque con ráfagas de genio como la vigorosa pieza en la que se acaban destrozando múltiples camas de miniatura y quemando una de tamaño estándar como símbolo de la desesperación y el encierro de la joven Abramovic; hasta llegar a lo mejor de la representación, las rompedoras y fabulosas piezas que anteceden y suceden, respectivamente, al descanso. 

La primera, que exalta el poder de la creatividad y el paso de la oscuridad a la claridad, comienza con una tenebrosa canción tradicional serbia, para ir dando paso sutilmente, según van apareciendo soldados en escena, a un poderoso ritmo marcial e industrial, que, a su vez, mientras los soldados empiezan a enarbolar banderas blancas, deja su lugar a la poderosa voz de Antony, que entona una canción llena de belleza.

 La segunda, de gran poder ensoñador, está apoyada en la presencia de un humo que va asemejándose poco a poco a las nubes del cielo rodeando a la actriz que encarna a Abramovic, sentada en una cama con un llamativo vestido rojo, y contiene la única canción que interpreta Dafoe, una voz rota, cálida y “humana”, que contrasta poderosamente con el virtuosismo inalcanzable del resto de cantantes del montaje.

 El final llega tras otra espectacular escenografía y el público, mucho mas heterodoxo de lo habitual en el Teatro Real, agradece lo presenciado con una gran ovación, algo que parecía imposible sólo una hora antes, cuando el respetable se preguntaba qué narices estaba viendo.





Los grandes focos de atención, Dafoe y Antony, se benefician del prestigio que otorga una producción de estas características sin la necesidad de salir de su zona de confort. El blanquecino y pelirrojo actor, acostumbrado a todo tipo de riesgos en su irregular carrera, “salpimenta” su gris condición de narrador con su habitual y, muchas veces innecesario, histrionismo (no es broma, algunos de los gestos me hicieron recordar a su Duende Verde de “Spiderman”), además de regalarnos una fabulosa dicción y una gran interpretación en su única canción de la obra.

 Por su parte, el siempre intimista Antony, muy bien acompañado por músicos del calibre de Doug Wieselman, Oren Bloedow o el antiguo colaborador de Björk Matmos, se muestra hábil y variopinto en la dirección musical (que abarca desde jazz desenfadado a folk balcánico, desde ritmos industriales a fragmentos orientales), aunque, en lo que respecta a sus canciones, da continuidad a su excesivamente solemne vertiente de los últimos años, mostrándose tan virtuoso con su gigantesca y preciosa voz como aséptico, quedando lejos del arrebato emocional que nos sacudió cuando escuchamos su tremendo “I Am a Bird Now”.





 Fue una noche de contrastes, una noche de primeras experiencias. Si bien a ratos maldecí y cuestioné a la llamada “alta cultura” y su falta de emoción, tengo que confesar que hago balance y no me arrepiento, pese al alto precio de la entrada,  de haberme entregado a una experiencia diferente y enriquecedora, de esas que el Teatro Real debe seguir fomentado para no quedar anclado en los traicioneros arrecifes de la tradición.

No hay comentarios:

Publicar un comentario