Por Rubén Uría
El noi de
Santpedor es escudo y lanza del barcelonismo, un tipo enamorado de su
empresa que ha administrado con grandeza la herencia de Cruyff,
entroncándola con las raíces de Oriol Tort, para sublimar la esencia del
mejor equipo de todos los tiempos, convertido en el ballet del Bolsoi.
Recogepelotas, jugador, capitán, entrenador, portavoz y presidente en
funciones en algunos episodios, ha conquistado 13 de 17 títulos
posibles, suficiente aval como para alcanzar el santoral del Olimpo de
los mejores entrenadores de todos los tiempos, adquiriendo una butaca de
fila de patio, junto a Bill Shankly o Arrigo Sacchi.
Sin embargo, su
legado arroja intangibles impredecibles: ha desdeñado el complejo
histórico de su afición, ha invertido el ciclo ganador en un país rígido
y ha desencadenado la progresiva transformación del madridismo en el
barcelonismo de los ochenta, activando un paréntesis histórico donde
desear el mal y la derrota ajena ha sido no ha sido un vicio culé.
Su
sombra, ha trascendido más allá de sus dotes de alquimista, logrando la
cuadratura de un círculo tan brillante como respetable: fijar, limpiar y
dar esplendor a su institución. El secreto del éxito de Guardiola,
desgastado y vacío por una tarea hercúlea que ha asumido en el éxito y
también en el fracaso, en ocasiones apoyado y en otras, en absoluta
soledad, ha sido sencillo: siempre se ha preguntado qué podía hacer por
el Barça y no qué podía hacer su club por él.
Con Pep, la actitud del
club ha sido el reflejo de su liderazgo. Él habla, otros empequeñecen.
Él limpia el escudo, otros lo ensucian. Él respeta al rival, otros lo
manchan. Él pide perdón, otros se jactan de sus errores. Él carga con
las culpas, otros no nunca son responsables. Él prestigia el club, otros
lo crispan. Él habla de valores, otros los usan como gag.
Él se quita
mérito, otros se autoproclaman. Muchos hombres se preguntan qué dura
más, que te teman o que te quieran. Guardiola ha puesto el acento en lo
segundo, consciente de que el temor dura, pero no inspira a las
personas. Se marcha, pero su legado y sus ideas permanecerán en el club,
porque nadie es eterno, pero su ejemplo sí. Alguien dice, como en el
tango de Aníbal Troilo, que se ha ido de su barrio. Pero ¿cuándo,
cuándo? Porque Guardiola siempre está llegando.
Raúl es escudo y lanza del madridismo, aún cuando ese club se dedica a
hacer distingos y expedir carnés que miden, de manera torticera, la
condición de sus aficionados. Herr Raúl es un tipo enamorado de
su empresa, pese a sus genes rojiblancos, que ha administrado con
grandeza la herencia de La Quinta del Buitre, entroncándola con las
raíces de los consejos de Valdano, para sublimar la esencia del Madrid
más universal de todos los tiempos, aquel que vivía instalado en la
cultura del esfuerzo y repudiaba el concepto galacticida,
adosado a la chequera.
Canterano del Atlético, meteorito en las
inferiores del Madrid, promesa de futuro, icono del equipo, madurez de
veterano, capitán de capitanes, jubilador de jubiladores, González
Blanco ha conquistado el corazón del madridismo forjando una leyenda de
goles y títulos que adorna un currículum de impresión.
Elevado a
los altares para después ser sacrificado, obligado a superar un examen
diario, Raúl amasó desde el sudor y la superación personal un aval
suficiente para ocupar, por derecho propio, un lugar en el santoral de
las banderas madridistas de todos los tiempos, junto a Amancio, Juan
Gómez Juanito o Alfredo Di Stéfano.
Sin embargo, su legado arroja un
intangible impredecible: cuanto más lejos está del Madrid, más cerca
parece; él ha reactivado los valores del club, hoy demodés, en su odisea
particular en la cuenca minera del Rühr. Allí, en la antigua Germania,
su señorío ha encontrado el reconocimiento que algunas personas, que se
creen más importantes que el club, le han negado.
Su sombra ha
trascendido más allá de sus dotes de goleador implacable, de ser un ocho
en todo y un diez en mentalidad, logrando la cuadratura de un círculo
tan brillante como respetable: Raúl VII de España y también de Alemania,
ha fijado, limpiado y dado esplendor a todas aquellas instituciones que
le han empleado.
El secreto de su éxito se ha cimentado en su perpetuo
mito de Sísifo, de costalero del clavo ardiendo, de carretillero de un
carro del que tiró cuando los españoles no habían encontrado un estilo,
no eran tan buenos y no ganaban siempre. Raúl es un líder silencioso, de
los que creen en los hechos por encima de las palabras. No es un
dechado de oratorio, pero cuando él habla, otros empequeñecen. Él carga
con las culpas, otros no nunca son responsables.
Él habla en el campo,
otros sólo hablan fuera de él. Él predica con el ejemplo, otros son
ejemplo de predicadores. Él se ha ganado el cariño de su afición, otros
se lo arrogan por una Copa del Rey. Muchos hombres se preguntan qué dura
más, que te teman o que te quieran. Raúl, como Guardiola, ha puesto el
acento en lo segundo, consciente de que el temor dura, pero no inspira a
las personas.
Se marcha del fútbol de elite sin el merecido homenaje
que su club debió haberle concedido, quizá porque Raúl no está para
homenajes, porque él se los brinda a sí mismo cada fin de semana.
Alguien dice, como en el tango de Aníbal Troilo, que el siete se ha ido
de su barrio. Pero ¿cuándo, cuándo? Porque Raúl, como Guardiola, siempre
está llegando.
Pep Guardiola y Raúl González Blanco, primero rivales, más tarde
compañeros, después confidentes y hoy grandes amigos, están unidos por
una idea nuclear de fútbol, la que protege las esencias del juego y
recuerda los viejos códigos que hacen grande este deporte, que consiste
en la suma de ritos, mitos y símbolos.
Ambos contribuyen, de manera
decisiva, a la gloria y el ejemplo de todo lo que rodea a la pelota, que
siempre ha necesitado, para engordar su leyenda, de la épica, la
mística y la leyenda de algunos hombres buenos, como Pep y Raúl, capaces
de honrarla. El fútbol les devolverá todo lo que le han dado.
Rubén Uría / Eurosport
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