lunes, 30 de abril de 2012

Algunos hombres buenos

 


El noi de Santpedor es escudo y lanza del barcelonismo, un tipo enamorado de su empresa que ha administrado con grandeza la herencia de Cruyff, entroncándola con las raíces de Oriol Tort, para sublimar la esencia del mejor equipo de todos los tiempos, convertido en el ballet del Bolsoi. 

 Recogepelotas, jugador, capitán, entrenador, portavoz y presidente en funciones en algunos episodios, ha conquistado 13 de 17 títulos posibles,  suficiente aval como para alcanzar el santoral del Olimpo de los mejores entrenadores de todos los tiempos, adquiriendo una butaca de fila de patio, junto a Bill Shankly o Arrigo Sacchi.

Sin embargo, su legado arroja intangibles impredecibles: ha desdeñado el complejo histórico de su afición, ha invertido el ciclo ganador en un país rígido y ha desencadenado la progresiva transformación del madridismo en el barcelonismo de los ochenta, activando un paréntesis histórico donde desear el mal y la derrota ajena ha sido no ha sido un vicio culé. 

Su sombra, ha trascendido más allá de sus dotes de alquimista, logrando la cuadratura de un círculo tan brillante como respetable: fijar, limpiar y dar esplendor a su institución. El secreto del éxito de Guardiola, desgastado y vacío por una tarea hercúlea que ha asumido en el éxito y también en el fracaso, en ocasiones apoyado y en otras, en absoluta soledad, ha sido sencillo: siempre se ha preguntado qué podía hacer por el Barça y no qué podía hacer su club por él.

 Con Pep, la actitud del club ha sido el reflejo de su liderazgo. Él habla, otros empequeñecen. Él limpia el escudo, otros lo ensucian. Él respeta al rival, otros lo manchan. Él pide perdón, otros se jactan de sus errores. Él carga con las culpas, otros no nunca son responsables. Él prestigia el club, otros lo crispan. Él habla de valores, otros los usan como gag. 

Él se quita mérito, otros se autoproclaman.  Muchos hombres se preguntan qué dura más, que te teman o que te quieran. Guardiola ha puesto el acento en lo segundo, consciente de que el temor dura, pero no inspira a las personas. Se marcha, pero su legado y sus ideas permanecerán en el club, porque nadie es eterno, pero su ejemplo sí. Alguien dice, como en el tango de Aníbal Troilo, que se ha ido de su barrio. Pero ¿cuándo, cuándo? Porque Guardiola siempre está llegando.

Raúl es escudo y lanza del madridismo, aún cuando ese club se dedica a hacer distingos y expedir carnés que miden, de manera torticera, la condición de sus aficionados. Herr Raúl es un tipo enamorado de su empresa, pese a sus genes rojiblancos, que ha administrado con grandeza la herencia de La Quinta del Buitre, entroncándola con las raíces de los consejos de Valdano, para sublimar la esencia del Madrid más universal de todos los tiempos, aquel que vivía instalado en la cultura del esfuerzo y repudiaba el concepto galacticida, adosado a la chequera.

 Canterano del Atlético, meteorito en las inferiores del Madrid, promesa de futuro, icono del equipo, madurez de veterano, capitán de capitanes, jubilador de jubiladores, González Blanco ha conquistado el corazón del madridismo forjando una leyenda de goles y títulos que adorna un currículum de impresión. 

Elevado a los altares para después ser sacrificado, obligado a superar un examen diario, Raúl amasó desde el sudor y la superación personal un aval  suficiente para ocupar, por derecho propio, un lugar en el santoral de las banderas madridistas de todos los tiempos, junto a Amancio, Juan Gómez Juanito o Alfredo Di Stéfano.

 Sin embargo, su legado arroja un intangible impredecible: cuanto más lejos está del Madrid, más cerca parece; él ha reactivado los valores del club, hoy demodés, en su odisea particular en la cuenca minera del Rühr. Allí, en la antigua Germania, su señorío ha encontrado el reconocimiento que algunas personas, que se creen más importantes que el club, le han negado. 

Su sombra ha trascendido más allá de sus dotes de goleador implacable, de ser un ocho en todo y un diez en mentalidad, logrando la cuadratura de un círculo tan brillante como respetable: Raúl VII de España y también de Alemania, ha fijado, limpiado y dado esplendor a todas aquellas instituciones que le han empleado. 

El secreto de su éxito se ha cimentado en su perpetuo mito de Sísifo, de costalero del clavo ardiendo, de carretillero de un carro del que tiró cuando los españoles no habían encontrado un estilo, no eran tan buenos y no ganaban siempre. Raúl es un líder silencioso, de los que creen en los hechos por encima de las palabras. No es un dechado de oratorio, pero cuando él habla, otros empequeñecen. Él carga con las culpas, otros no nunca son responsables. 

 Él habla en el campo, otros sólo hablan fuera de él. Él predica con el ejemplo, otros son ejemplo de predicadores. Él se ha ganado el cariño de su afición, otros se lo arrogan por una Copa del Rey. Muchos hombres se preguntan qué dura más, que te teman o que te quieran. Raúl, como Guardiola, ha puesto el acento en lo segundo, consciente de que el temor dura, pero no inspira a las personas. 

Se marcha del fútbol de elite sin el merecido homenaje que su club debió haberle concedido, quizá porque Raúl no está para homenajes, porque él se los brinda a sí mismo cada fin de semana. Alguien dice, como en el tango de Aníbal Troilo, que el siete se ha ido de su barrio. Pero ¿cuándo, cuándo? Porque Raúl, como Guardiola, siempre está llegando.

Pep Guardiola y Raúl González Blanco, primero rivales, más tarde compañeros, después confidentes y hoy grandes amigos, están unidos por una idea nuclear de fútbol, la que protege las esencias del juego y recuerda los viejos códigos que hacen grande este deporte, que consiste en la suma de ritos, mitos y símbolos.

 Ambos contribuyen, de manera decisiva, a la gloria y el ejemplo de todo lo que rodea a la pelota, que siempre ha necesitado, para engordar su leyenda, de la épica, la mística y la leyenda de algunos hombres buenos, como Pep y Raúl, capaces de honrarla. El fútbol les devolverá todo lo que le han dado.

Rubén Uría / Eurosport

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