El Museo Thyssen acoge una exposición sobre el artista y su influencia en las vanguardias
Dos mujeres jóvenes, una de frente y otra de perfil están sentadas en
el suelo entretenidas con alguna labor del campo. Sus potentes piernas y
brazos al aire destilan poder, pero están caídos sobre el suelo y sobre
el cuerpo. Sus rostros oscuros y negras melenas no expresan emociones.
Ambas van vestidas con coloridos vestidos que llenan de luz la imagen.
Su actitud contemplativa las transforma en máscaras situadas delante del espectador, sin ninguna perspectiva. Se trata de Parau api (¿Qué hay de nuevo?) (1892), una de las telas más famosas de la historia de la pintura, pintada por Paul Gauguin en 1892.
Este es el cuadro elegido para recorrer con el artista francés (París, 1848- Atuona, Polinesia francesa, 1903) sus viajes por los mares del Sur y transitar con él por los abismos que transformaron su concepción del arte, que marcó dos grandes movimientos del siglo XX: el fovismo francés y el expresionismo alemán.
El colorido salvaje y plano a la vez de los nativos y los paisajes arcádicos que llevó a sus lienzos hicieron de él uno de los artistas más influyentes de toda la historia del arte. Son muchas las exposiciones que se le han dedicado en todo el mundo y, al igual que Picasso, siempre hay caminos nuevos por explorar para disfrutar de su obra.
El Museo Thyssen, que le dedicó una compleja antología en 2005, ha escogido a Gauguin para celebrar dos décadas de existencia que se cumplen el lunes 8. Gauguin está representado en la colección de Carmen Thyssen con siete obras maestras, entre las que destaca Mata Mua (Érase una vez), un cuadro que representa como ningún otro el mundo idílico que perseguía Gauguin.
Es un paisaje rodeado de montañas en el que un grupo de mujeres adora a Hina, la deidad que simboliza la Luna. Esas mujeres que bailan en medio de su peculiar paraíso son una perfecta metáfora del mundo que el artista buscaba en islas remotas de la Polinesia francesa.
No sabía que el mundo del que venía huyendo ya había contaminado también el paraíso remoto que necesitaba encontrar para empezar de cero en su atormentada vida y reinventar su forma de entender la pintura.
Gauguin realiza su primer viaje a Tahití en 1891, con 43 años. Enfermo de sífilis, busca calma para renacer como persona y como artista. Hijo de una familia liberal, de niño tuvo que huir con su familia a América después del golpe de Estado de Napoleón III en 1851, un viaje durante el que se quedó huérfano de padre y la madre se vio obligada a recurrir a la generosidad de unos parientes que vivían en Lima (Perú).
El entorno natural de esos primeros años influirá en gran parte de su obra. Vendrían después su vuelta a Francia, su éxito como agente en la bolsa, su matrimonio y sus cinco hijos, su inmersión en el impresionismo y la posterior debacle de su cómodo nido familiar y profesional tras el desastre de la economía.
Su viaje a la Polinesia es una incursión en lo exótico, pero también una búsqueda desesperada de otra forma de vida y ese es el momento con el que arranca la exposición que hoy viernes se presenta en la Fundación Thyssen.
La comisaria Paloma Alarcó, jefa de Conservación de Pintura Moderna del Museo Thyssen-Bornemisza, ha escogido 111 obras prestadas por colecciones públicas y privadas de todo el mundo para narrar la aventura de Gauguin y su influencia en generaciones posteriores. Hay obras de la Fondation Beyeler de Basilea, el Albertina de Viena, el Bellas Artes de Budapest, la National Gallery de Washington o el Pushkin de Moscú.
La intención del artista es llevar una existencia armoniosa, acorde con la inocencia y vida de los nativos "sin otra preocupación en el mundo", escribe. "Más que expresar, como lo haría un niño, las impresiones de mi mente, usando solo el medio del arte primitivo; el único medio correcto, el único medio verdadero".
Solo quiere amar, pintar y morir, pero allí se encuentra con que esa paz soñada ha sido violentada por los colonizadores y por la Iglesia y, a modo de denuncia, proclama en sus cuadros el retorno al paraíso perdido.
La primera parte de la exposición arranca con obras que mezclan mitos ancestrales, indolencia nativa y paisajes exóticos.
En ese inicio de la exposición, los paisajes de Gauguin se exponen junto a la versión que de escenas similares pintó Charles Laval.
La Martinica, sus mujeres nativas, las palmeras... muestran un deslumbrante paraíso tahitiano. En las primeras salas del recorrido cuelgan la mayor parte de las 33 obras de Gauguin reunidas para esta ocasión. "Son obras", explica la comisaria, "en las que Gauguin cuenta lo que le hubiera gustado encontrar: una vida idílica que él había visto en un salto atrás, antes de que llegara la civilización y prohibieran sus bailes y su música".
"En estas telas, las montañas cercan espacios en los que los nativos dedican sus sacrificios a los dioses y se distraen con sencillos entretenimientos como los juegos con frutas y flores". El lenguaje pictórico que utiliza en esta época es muy poco naturalista. Las formas son planas y la perspectiva del cuadro no existe. Todo cae delante de los ojos del espectador.
Vendrán después las obras de su segundo viaje, el definitivo. Los nuevos cuadros parecen contener los mismos elementos, pero aparecen ya los símbolos de la maldad que los colonizadores y las iglesias protestantes y católicas han infligido a los nativos: mujeres desnudas junto a las que aparece la serpiente que representa el final del paraíso tal como él lo había imaginado. Y para ello recurre a los colores oscuros y al simbolismo.
El mundo de lo primitivo es abordado en aquellos años por otros pintores ajenos personalmente a Gauguin, y así se recuerda en la exposición: Henri Rousseau, primero; Emil Nolde y Max Perchtein, después, tocan esos temas con diferentes planteamientos. Paisaje tropical con un gorila atacando a un indio, firmado por Rousseau en 1910, es una de las obras clave de este apartado.
La salvaje libertad en el uso del color de Gauguin y su influencia en los fovistas franceses y los expresionistas alemanes se desarrolla en las salas siguientes, después de mostrar detalladamente su tratamiento del desnudo y del retrato. En esos dos grandes ismos netamente europeos, la naturaleza salvaje presidida por desnudos protagoniza un nuevo concepto de vida.
Los franceses absorben las formas y el color de Gauguin; los alemanes, la forma de relacionarse con el mundo con unas nuevas pautas para representar el cuerpo humano. Todos ellos participan de una misma entrega a la naturaleza y comparten una misma esperanza por conseguir la armonía a partir de los elementos más básicos.
Cuando Gauguin murió, en 1903, no había conseguido el reconocimiento de la crítica en las diferentes exposiciones que se le habían dedicado en París. La venta de su obra era tan escasa que para el primero de sus viajes tuvo que pedir una subvención al gobierno francés. Después, las ayudas fueron inexistentes. Su dedicación a recuperar Tahití para los maoríes y vivir como un nativo más no le generó buena reputación en la metrópolis.
Fue después de muerto, cuando su reconocimiento internacional se extendió por toda Europa y los artistas de todo el mundo ensalzaron y se inspiraron en su obra. Él murió pobre, pero acompañado de quienes le habían ayudado a revolucionar el concepto del arte.
Su actitud contemplativa las transforma en máscaras situadas delante del espectador, sin ninguna perspectiva. Se trata de Parau api (¿Qué hay de nuevo?) (1892), una de las telas más famosas de la historia de la pintura, pintada por Paul Gauguin en 1892.
Este es el cuadro elegido para recorrer con el artista francés (París, 1848- Atuona, Polinesia francesa, 1903) sus viajes por los mares del Sur y transitar con él por los abismos que transformaron su concepción del arte, que marcó dos grandes movimientos del siglo XX: el fovismo francés y el expresionismo alemán.
El colorido salvaje y plano a la vez de los nativos y los paisajes arcádicos que llevó a sus lienzos hicieron de él uno de los artistas más influyentes de toda la historia del arte. Son muchas las exposiciones que se le han dedicado en todo el mundo y, al igual que Picasso, siempre hay caminos nuevos por explorar para disfrutar de su obra.
El Museo Thyssen, que le dedicó una compleja antología en 2005, ha escogido a Gauguin para celebrar dos décadas de existencia que se cumplen el lunes 8. Gauguin está representado en la colección de Carmen Thyssen con siete obras maestras, entre las que destaca Mata Mua (Érase una vez), un cuadro que representa como ningún otro el mundo idílico que perseguía Gauguin.
Es un paisaje rodeado de montañas en el que un grupo de mujeres adora a Hina, la deidad que simboliza la Luna. Esas mujeres que bailan en medio de su peculiar paraíso son una perfecta metáfora del mundo que el artista buscaba en islas remotas de la Polinesia francesa.
No sabía que el mundo del que venía huyendo ya había contaminado también el paraíso remoto que necesitaba encontrar para empezar de cero en su atormentada vida y reinventar su forma de entender la pintura.
Gauguin realiza su primer viaje a Tahití en 1891, con 43 años. Enfermo de sífilis, busca calma para renacer como persona y como artista. Hijo de una familia liberal, de niño tuvo que huir con su familia a América después del golpe de Estado de Napoleón III en 1851, un viaje durante el que se quedó huérfano de padre y la madre se vio obligada a recurrir a la generosidad de unos parientes que vivían en Lima (Perú).
El entorno natural de esos primeros años influirá en gran parte de su obra. Vendrían después su vuelta a Francia, su éxito como agente en la bolsa, su matrimonio y sus cinco hijos, su inmersión en el impresionismo y la posterior debacle de su cómodo nido familiar y profesional tras el desastre de la economía.
Su viaje a la Polinesia es una incursión en lo exótico, pero también una búsqueda desesperada de otra forma de vida y ese es el momento con el que arranca la exposición que hoy viernes se presenta en la Fundación Thyssen.
La comisaria Paloma Alarcó, jefa de Conservación de Pintura Moderna del Museo Thyssen-Bornemisza, ha escogido 111 obras prestadas por colecciones públicas y privadas de todo el mundo para narrar la aventura de Gauguin y su influencia en generaciones posteriores. Hay obras de la Fondation Beyeler de Basilea, el Albertina de Viena, el Bellas Artes de Budapest, la National Gallery de Washington o el Pushkin de Moscú.
La intención del artista es llevar una existencia armoniosa, acorde con la inocencia y vida de los nativos "sin otra preocupación en el mundo", escribe. "Más que expresar, como lo haría un niño, las impresiones de mi mente, usando solo el medio del arte primitivo; el único medio correcto, el único medio verdadero".
Solo quiere amar, pintar y morir, pero allí se encuentra con que esa paz soñada ha sido violentada por los colonizadores y por la Iglesia y, a modo de denuncia, proclama en sus cuadros el retorno al paraíso perdido.
La primera parte de la exposición arranca con obras que mezclan mitos ancestrales, indolencia nativa y paisajes exóticos.
En ese inicio de la exposición, los paisajes de Gauguin se exponen junto a la versión que de escenas similares pintó Charles Laval.
La Martinica, sus mujeres nativas, las palmeras... muestran un deslumbrante paraíso tahitiano. En las primeras salas del recorrido cuelgan la mayor parte de las 33 obras de Gauguin reunidas para esta ocasión. "Son obras", explica la comisaria, "en las que Gauguin cuenta lo que le hubiera gustado encontrar: una vida idílica que él había visto en un salto atrás, antes de que llegara la civilización y prohibieran sus bailes y su música".
"En estas telas, las montañas cercan espacios en los que los nativos dedican sus sacrificios a los dioses y se distraen con sencillos entretenimientos como los juegos con frutas y flores". El lenguaje pictórico que utiliza en esta época es muy poco naturalista. Las formas son planas y la perspectiva del cuadro no existe. Todo cae delante de los ojos del espectador.
Vendrán después las obras de su segundo viaje, el definitivo. Los nuevos cuadros parecen contener los mismos elementos, pero aparecen ya los símbolos de la maldad que los colonizadores y las iglesias protestantes y católicas han infligido a los nativos: mujeres desnudas junto a las que aparece la serpiente que representa el final del paraíso tal como él lo había imaginado. Y para ello recurre a los colores oscuros y al simbolismo.
El mundo de lo primitivo es abordado en aquellos años por otros pintores ajenos personalmente a Gauguin, y así se recuerda en la exposición: Henri Rousseau, primero; Emil Nolde y Max Perchtein, después, tocan esos temas con diferentes planteamientos. Paisaje tropical con un gorila atacando a un indio, firmado por Rousseau en 1910, es una de las obras clave de este apartado.
La salvaje libertad en el uso del color de Gauguin y su influencia en los fovistas franceses y los expresionistas alemanes se desarrolla en las salas siguientes, después de mostrar detalladamente su tratamiento del desnudo y del retrato. En esos dos grandes ismos netamente europeos, la naturaleza salvaje presidida por desnudos protagoniza un nuevo concepto de vida.
Los franceses absorben las formas y el color de Gauguin; los alemanes, la forma de relacionarse con el mundo con unas nuevas pautas para representar el cuerpo humano. Todos ellos participan de una misma entrega a la naturaleza y comparten una misma esperanza por conseguir la armonía a partir de los elementos más básicos.
Cuando Gauguin murió, en 1903, no había conseguido el reconocimiento de la crítica en las diferentes exposiciones que se le habían dedicado en París. La venta de su obra era tan escasa que para el primero de sus viajes tuvo que pedir una subvención al gobierno francés. Después, las ayudas fueron inexistentes. Su dedicación a recuperar Tahití para los maoríes y vivir como un nativo más no le generó buena reputación en la metrópolis.
Fue después de muerto, cuando su reconocimiento internacional se extendió por toda Europa y los artistas de todo el mundo ensalzaron y se inspiraron en su obra. Él murió pobre, pero acompañado de quienes le habían ayudado a revolucionar el concepto del arte.
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